sábado, 2 de julio de 2016

UN HOMBRE ASTUTO (ROBERTSON DAVIES)



“Alcanzo un volumen de Burton, que es el modelo de mi obra. Cae abierto por una página y leo: ‘Aquel que quiere evitar la dificultad debe evitar el mundo’. Ciertamente yo no he hecho eso. Pero he tenido la fortuna de no haber satisfecho siempre los deseos de mi corazón.”
Un hombre astuto, Robertson Davies

Las novelas de Robertson Davies tienden a vertebrarse en torno a un lema, que uno de los personajes -y, con frecuencia, el narrador- hace propio. Al final de la partida, la tan intrincada como soberbia peripecia -¡es Robertson Davies, estúpido!- se interpreta en dicha clave, como demostración, o mejor, concreción de dicho lema. Sin embargo, aunque hondas y eruditas, las obras de Robertson Davies están lejos de la frialdad y acartonamiento de muchas novelas de tesis. Es más, por viveza, nervio y pulso narrativo, Davies merece, en opinión de quien les habla, un lugar junto a talentos como los de Baroja o Dickens. Ahí es nada.
Un hombre astuto se apoya en la defensa de la ironía como burla seca, como cierto distanciamiento que permite contemplar y participar de la vida con una ceja levantada. Tal es la actitud del doctor Jon Hullah, el hombre astuto del título, que, precisamente por ese distanciamento, está capacitado para ejercer no solo como actor del drama, sino como lúcido narrador; igual que el Dunstan Ramsay de la prodigiosa trilogía de Deptford, del que Davies nos regala aquí, por cierto, una breve intervención. No ha de confundirse esta ironía con cínico sarcasmo ni ataraxia. A lo largo de las páginas de Un hombre astuto, presentadas como notas sobre cierto episodio singular de la parroquia de Saint Aidan’s y pronto convertidas en Bildungsroman y en la novela de una vida, Jon Hullah sufre, ama, se enamora y desengaña y se muestra como apasionado practicante de una medicina original, que no solo reposa en el conocimiento que cualquiera puede hallar en los manuales, sino en la capacidad de actualizarlo para cada paciente. Y esta última supone, sobre todo, mirar, escuchar, palpar... Esa duplicidad de la Medicina encuentra aquí su símbolo en las dos serpientes entrelazadas del caduceo de Hermes, presentado por Davies, como por tantos otros antes y después de él, como dios de la Medicina. El dios griego de la Medicina era, en realidad, Asclepio, cuyo símbolo era una vara con una serpiente -de ahí la habitual confusión-.
No deben ustedes asustarse por el tono intelectual de todo lo anterior. La erudición es tan solo un ingrediente más de la narrativa de Davies, poderosa mezcla en la que intervienen en no menor proporción personajes inolvidables, acción, humor a raudales y, por supuesto, fina y sutil ironía. Así que ustedes lean, lean, y démosles todos las gracias a los amigos de Libros del Asteroide, por editar para nosotros el integral de Robertson Davies. ¡Qué maravilla! 


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