lunes, 18 de abril de 2016

OONA Y SALINGER (FRÉDÉRIC BÉIGDEBER)



Casi al final de Oona y Salinger de Frédéric Béigdeber, afirma rotundo este último que entre la integridad de uno y la mundanidad de la otra, se queda, sin dudarlo, con la segunda. Como si hiciera falta que lo explicitara después de haber ejercido la sobreexposición y exhibirse cual narrador –y autor-. No deja de ser irónico, así pues, que Béigdeber, autor con vocación de estrella del rock, haya elegido contar la historia de Salinger, huraño y escapista, que se recluyó en un bosque después de haber escrito la gran novela americana del s. XX. O, más exactamente, la frustrada historia de amor entre Salinger y Oona, hija esta última del torturado Eugene O’Neill y futura esposa del gran Charles Chaplin.
Es más que probable, no obstante, que Béigdeber haya exagerado la  propia sobreexposición como herramienta para subrayar el silencio del héroe, cuyo talento para la elipsis –en su vida y en su obra- se señala en no pocas ocasiones. Como defienden -¡o defendían!- los estructuralistas de la lengua, uno se define no solo por lo que es, sino también por lo que no es. Así, una lee, al comenzar, sobre los embarazosos silencios de Jerry –Salinger-, huido del Stork para no hacer el ridículo, y lee también, para terminar, cómo Béigdeber conquistó a su mujer pinchando My Heart will go on de Celine Dion en una fiesta en la que ejercía de pinchadiscos. ¡Y que vivan los contrastes!
Y pese al contraste, a que Béigdeber es, no hay duda, el reverso de nuestro héroe, se muestra especialmente talentoso y eficaz a la hora de plasmar en negro sobre blanco el carácter de aquel, aunque sus simpatías recaigan, sí, del lado de Oona. Una lee las cartas que Jerry le envió a Oona desde el frente, imaginadas en su integridad por Béigdeber, y de verdad cree hallarse ante la prosa de Salinger, a un tiempo sobria y brillante, austera y generosa en detalles chispeantes. De este modo, el autor francés se muestra como un notable ventrílocuo y, mutatis mutandis, triunfa allí donde en los años ’50 lo hizo Salinger. Este alcanzó la gloria dándole la voz a los outsiders que en el mundo eran y serían; aquel, dándole voz al hombre que eligió callar.
Así que ustedes ya saben, lean, lean…

sábado, 9 de abril de 2016

COSECHA (JIM CRACE)



Vuelvo, por fin, a mi polvoriento rincón, para dar cuenta de Cosecha de Jim Crace, recientemente editada por los paisanos de Hoja de Lata con la valentía, entusiasmo y elegancia que les son propios. Por cierto que quien desde aquí escribe se declara, desde ya, seguidora incondicional de sus colofones. Aquí queda, como muestra, el que cierra el presente volumen:

“Terminóse de imprimir esta edición de Cosecha el 15 de marzo de 2016 en Gráficas Eujoa, Meres, Siero, aniversario de la muerte de Julio César a manos de senadores romanos, convencidos ellos de que, al igual que el amo Jordan, el viejo se había convertido en casta.”

¡Ja!
Es Cosecha un libro singular. Está ambientado en un lugar indeterminado que solo en virtud de los patronímicos podemos intuir anglosajón, en un tiempo en que el feudalismo campaba a sus anchas, los ritmos venían determinados por las exigencias de la tierra y las diferencias e injerencias externas se contemplaban, sin excepción, como amenazas. Tal es el marco en el que Jim Crace sitúa esta historia de una semana en la heredad del amo Kent, donde los campesinos se disponen a elegir un año más a la reina de la cosecha. Sin embargo, la gamberrada de tres aldeanos se va de las manos, el granero del amo arde, sus palomas aparecen muertas y la turba identifica como culpables a tres forasteros que tan solo han cometido el error de hallarse en el lugar equivocado en el peor de los momentos. Que su llegada haya coincidido con el anuncio de irrefrenables cambios traídos de la mano de un nuevo amo, el amo Jordan, y del llamado progreso, que adopta la forma de explotación ganadera, no ayuda a calmar los ánimos. Se masca, pues, la tragedia y la violencia se precipita.
El relato adopta la perspectiva de Walter Thirsk, antaño también él forastero y hombre de confianza del amo Kent, que se muestra como narrador tan sensible como exhaustivo. Por cierto que esta exhaustividad actúa como rémora de la historia, que, pese a lo que pueda parecer, tarda un tanto en arrancar. Sí es cierto, no obstante, que el autor se redime en el último tercio, con un final tan redondo como hermoso -¿qué no habré dicho ya por aquí de las virtudes de la Ringkomposition?- y un acto de venganza cuya indiscutible belleza radica, sobre todo, en su inutilidad y que a esta lectora le ha puesto la piel de gallina.
Poco más me queda que añadir, salvo el consabido lean, lean.