viernes, 26 de diciembre de 2014

LET ME BE FRANK WITH YOU (RICHARD FORD)



Señoras y señores, lectores todos, preparen la mejor de sus sonrisas porque el bueno de Frank Bascombe está de vuelta. Cuando creíamos que no volveríamos a tener noticias de ese devoto de las pequeñas rutinas, de uno de los inertes más interesantes del negro sobre blanco, en suma, de nuestro “hombre tranquilo” preferido, Richard Ford aparece con una nueva entrega de lo más crepuscular. El autor abandona, eso sí, el formato novela y para esta coda final -en apariencia, al menos- adopta la forma del relato breve, de modo más que coherente con el espíritu de su personaje, cuyas entregas anteriores se componían, en el fondo, de una suma de pequeños momentos. Las cuatro piezas que integran esta colección intitulada Let Me Be Frank With You tienen lugar en los días previos a la Navidad de 2012, cómo no, en Haddam (Connecticut), que el huracán Sandy se ha llevado por delante un par de meses antes.
Frank Bascombe tiene casi siete décadas a sus espaldas, hace ya unos años que abandonó el oficio de agente inmobiliario, muchos más que dejó de ejercer como periodista deportivo y entretiene su tiempo leyendo a Naipaul para ciegos, recibiendo en el aeropuerto a soldados vueltos de Oriente Medio y evitando, a toda costa, resfriados o caídas que puedan acabar con él. Sigue siendo, pues, un tipo tranquilo, empeñado en vivir del modo más plácido y agradable posible, pese a que la enfermedad y la muerte se hayan hecho fuertes a su alrededor. Su antigua casa en la playa puede haber desaparecido del mapa al tiempo que su actual residencia se convertía en escenario de un terrible crimen del pasado, su ex mujer puede luchar contra los efectos del Parkinson en una residencia cercana y un antiguo conocido puede confesar una traición mientras agoniza de cáncer. Frank intenta sobrellevar cada día del modo más agradable posible. No es poco con 69 años, la muerte de un hijo, un divorcio, un cáncer de próstata, un disparo y demás traumas como bagaje vital.
Es cierto que algunos pasajes pueden hacerse morosos y repetitivos y que la impresión final está bastante lejos de la que dejaban las dos primeras novelas de la saga o, más recientemente, la magistral Canadá, pero igualmente es un placer volver a leer sobre uno de los más grandes personajes que la narrativa de las barras y estrellas ha alumbrado en las últimas tres décadas.
Lean, lean.

domingo, 14 de diciembre de 2014

MATEMOS AL TÍO (ROHAN O’GRADY)



En un tiempo en que la literatura infantil y juvenil parece gobernada por la tiranía de lo políticamente correcto y la moralina gruesa y superficial, una no puede sino celebrar la publicación en castellano de Matemos al tío de Rohan O’Grady (1963), que los amigos de Impedimenta han tenido el acierto de editar con la portada original del tan siniestro como elegante Edward Gorey. Y es un acierto no solo por la belleza evidente de la ilustración, sino porque la historia misma a la que precede tiene un toque perverso y macabro, por más que sus protagonistas, Barnaby y Christie, sean dos encantadores y traviesos niños rubios recién llegados a una paradisíaca isla canadiense a pasar el verano. O’Grady pertenece, sin duda, a una época en que el “buenismo” y los excesos de la pseudo-pedagogía hoy reinante no suponían amenaza alguna para el planteamiento de un conflicto clásico. Y ello, por supuesto, redunda en beneficio de esta historia en que dos críos de armas tomar se enfrentan a la amenaza de muerte encarnada por el siniestro y licantrópico Tío de Barnaby, así como a la soledad que implica la incomprensión de toda una comunidad que ve en aquel a un pobre viudo desconsolado. Hay en Matemos al Tío siniestras sesiones de hipnosis, felinos sin piedad, robos de escopetas, cremación de ositos de peluche y otros crímenes nefandos. Si a esto añadimos unos personajes singulares y extravagantes como los que solo ofrecen los pueblos pequeños, humor a raudales y merendolas dignas de figurar en las cestas de mimbre de los célebres Cinco de Blyton, el resultado no puede ser más apetecible y jugoso, un título que nadie, niño o adulto, debería perderse. Lean, lean.


domingo, 2 de noviembre de 2014

EL MURMULLO (MILO J. KRMPOTIĆ)



Publicaba  hace unos años Milo Krmpotić “Tan solo una sombra”, una perversa y posmoderna revisión del Peter Pan de Barrie, y lo hacía, no hay duda, con El murmullo en la cabeza. Una lo sabe porque lo conoce pero, aunque por aquel entonces no se hubiera referido con frecuencia al thriller sobrenatural que estaba escribiendo, hay una evidente vinculación entre ambas piezas: la peripecia de la niña desaparecida, sí, pero también la atmósfera de un mal inminente que no es mal sino Mal. Los lectores, ya lo saben, no tienen necesidad alguna de conocer a los escritores.

Es El murmullo una historia de lectura ágil, casi compulsiva, no exenta de complejidad formal. Las voces, como las sombras que acechan el relato, son multitud. La narración en primera persona se encomienda, de hecho, tan pronto a Gloria Casavella, como al bisoño Óscar, su superior Pardo o, lejos ya de la redacción, a una primera persona del plural sin identificar que actúa de convencional narrador omnisciente. También el foco alterna entre la pesadilla de Anabel Prat, raptada por un monstruo en el comienzo mismo del relato, la angustia de su familia, las idas y venidas en la redacción de un periódico en crisis y, sobre todo, los fantasmas y sombras personales que a la tragedia aporta la auténtica protagonista, Gloria Casavella. Este despliegue de recursos no hace, sin embargo, de El murmullo una novela tan exigente como Sorbed mi sexo ni embarullada como resultaba en ocasiones su Historia de una Gárgola -mil perdones, Balial- ni resulta su prosa tan alambicada como en otras ocasiones. En otras palabras, los recursos son los que convienen a una historia, que resulta, por cierto, de lo más desasosegante, no solo porque da pábulo a la violencia enfermiza y a lo irracional, sino porque Milo Krmpotić ha recopilado todos nuestros miedos infantiles y los ha volcado en El murmullo: la presencia fugaz que se insinúa en el reflejo del espejo, la sombra amenazante vuelta armario al encender la luz... Quien desde aquí les habla se lo pensará muy mucho, por ejemplo, antes de volver a mirar debajo de la cama... No se lo pensará nada, sin embargo, a la hora de recomendarles, faltaría más, que lean El murmullo

¡Enhorabuena, Milord!


sábado, 1 de noviembre de 2014

EL SECRETO DE JOE GOULD (JOSEPH MITCHELL)



Dos retratos publicados en el New Yorker con veintidós años de diferencia -1942 y 1964- son los que conforman este volumen, al que confieren unidad la firma de Joseph Mitchell y el objeto de su prosa. Es este último Joseph Ferdinand -Joe- Gould, oveja negra de una familia burguesa de la más rancia Nueva Inglaterra, huido a Nueva York en busca de una vida de escasez o, más bien, penuria, que le permitiera centrar todas sus energías en la consecución de su ambicioso plan: la redacción de una Historia oral de nuestro tiempo

Se ocupan ciertamente ambas piezas de este bohemio de bohemios del Village más bohemio, apodado “el profesor Gaviota” en virtud de su apariencia y, sobre todo, de su pretendida capacidad de comunicarse con tan costeras aves. No obstante, si bien la primera ofrece un retrato más o menos amable y entrañable de este curioso personaje, es la segunda la que, merced, sobre todo, a la revelación del secreto epónimo, humaniza al personaje, pese a que lo pinte como un borrachín megalómano y pagado de sí mismo, capaz en una misma frase de compararse a Edward Gibbon y ratear unos centavos con los que comprarse una cerveza; y también, pese a que haya en esta segunda pieza un mayor espacio para la metanarración o historia de la redacción del artículo. Ya saben Vds. que, al menos cuando de ficción se trata, la explicitación del proceso creativo conduce, las más de las veces, a muy estériles resultados. No es este el caso, sin embargo, sino que, como digo, el segundo artículo de Mitchell es el que mejor sirve a la construcción o, mejor, comprensión, de esa leyenda viva del bullicioso Village que fue Joe Gould.

No se la pierdan.


domingo, 26 de octubre de 2014

TODO LO QUE HAY (JAMES SALTER)



Todo lo que hay es un título tan ambicioso como programático, pues sugiere, desde un principio, afán de totalidad. Y eso es justo lo que ofrece, la suma total de momentos, más o menos trascendentes, que conforman la vida de Philip Bowman, oficial de la Marina en la Guerra del Pacífico y editor de renombre en los glamurosos años de la posguerra estadounidense. Que la peripecia vital de Bowman sea el hilo conductor de esta novela, no obsta, sin embargo, para que se conceda mucho, muchísimo espacio a anécdotas singulares protagonizadas por personajes con una vinculación mínima a la trama principal. Sería este un recurso peligroso en manos de un autor con menos talento o el resultado incluso de una evidente incapacidad de tomar decisiones drásticas -como deben serlo las decisiones- y de mantener el foco en su sitio. En manos de Salter, sin embargo, la acumulación de anécdotas marginales es del todo coherente con lo que promete y ofrece esta magnífica historia enraizada en la mejor tradición narrativa de las barras y estrellas: la vida de un hombre, modelada a partir de una pluralidad de experiencias y encuentros, ora trascendentales, ora insignificantes y dignos, casi, de ser condenados al olvido.
Lean, lean...