domingo, 10 de febrero de 2013

BULLET PARK (JOHN CHEEVER)



En un momento dado de Bullet Park, John Cheever hace que uno de sus protagonistas, Eliot Nailles, proteste contra la supuesta hipocresía de los suburbs y desarme una de las premisas en las que se apoya. ¿Por qué es el mal sorprendente, cuando procede del propietario de una casa con jardín? ¿Quién le ha presupuesto a este mayor altura moral que al pandillero desharrapado? Y tiene toda la razón del mundo. No deja de ser, pues, paradójico, que con el tiempo, al cabo de un par de décadas, Bullet Park se convirtiera en precursora de todo un subgénero de ficción, no sólo literaria, sino también cinematográfica y televisiva, el que pone al descubierto la bajeza y sordidez que se oculta al ras de los céspedes bien segados de las urbanizaciones del extrarradio. El siempre certero Rodrigo Fresán señala en el epílogo de la edición de Emecé unos cuantos ejemplos de narrativa que bebe, más o menos directamente, de esta peculiar novela: Anne Beattie, Don DeLillo, Jonathan Lethem, Rick Moody... o la American Beauty de Sam Mendes, entre otros.
Sea como fuere y lo tomara como lo tomara John Cheever, si hubiera vivido para verlo, el caso es que Bullet Park es una novela peculiar en su fondo y en su forma. Presenta una estructura sencilla, dividida como está en tres partes: una por cada uno de los dos protagonistas y una tercera dedicada a la interrelación entre ambos. Su prosa es, asimismo, directa, depurada de todo artificio al margen de poderosas imágenes muy del gusto del autor. Sin embargo, el carácter parlante de los nombres de los protagonistas (Nailles /nails/ ‘clavos’ // Hammer, ‘martillo’), convenientemente subrayado por la traductora Claudia Conde, prefigura el simbolismo de toda la pieza y nos hace sospechar desde un principio que la sencillez es solo aparente. No sólo porque Hammer se revele como verdugo de Nailles, sino porque Bullet Park es una novela incómoda. La placidez del entorno pronto se descubre campo abierto a la enfermedad, la aflicción, la desidia vital, la locura, la maldad y la amenaza de la extinción y la lectura resulta desasosegante. Mucho. Como, no obstante, no deberíamos limitarnos a aquellas lecturas que subrayan nuestra visión del mundo, sino dedicarnos también a aquellas que golpean nuestras convicciones, Vds. lean, lean... lean a Cheever.

domingo, 3 de febrero de 2013

LA JUGADA MAESTRA DE BILLY PHELAN (WILLIAM KENNEDY)



Aparentemente llevo un mes, algo más incluso, en el dique seco. Poco he leído, es cierto, este primer mes del año. Poco, pero condenadamente bueno. Inauguré el año con la muy gótica Siempre hemos vivido en el castillo, que muy bien podría llevar la firma de la sureña Flannery O’Connor si no llevara la de Shirley Jackson y estuviera ambientada en la gélida Nueva Inglaterra. Seguí después con la encantadora La reina se divierte de Robertson Davies, con cuya edición no venal tuvieron la gentileza de obsequiarme los amigos de Libros del Asteroide y que convierte en toda una aventura metafísica una visita al polvoriento depósito de libros de la biblioteca de la Universidad. ¡Ay, si la hubiera leído unos años atrás! Terminé, en fin, con La jugada maestra de Billy Phelan de William Kennedy, enviada también sponte sua por los lugartenientes de Luis Miguel Solano y con la que he redescubierto la grandeza de las letras nacidas en el Nuevo Continente; la razón de ser, por cierto, de esta pequeña esquina, pese a que en los últimos tiempos me haya ido acercando cada vez más a la pérfida Albión. 


El primer adjetivo que se me viene a la cabeza para calificar la novela de Kennedy es “americana”, “muy americana”. Ambientada en la ciudad de Albany poco después de la derogación de la Ley Seca, está protagonizada por una serie de personajes un tanto estereotipados, aunque creíbles y verosímiles y sorprendentemente vivos y carismáticos, que recorren unas calles y garitos llenos de muescas legendarias. Aquí un asustado Currie “el Guapo” se horrorizó de que una prostituta lo llamara “guapo” y pareciera conocerlo por su nombre, allí un padre para siempre desaparecido derribó de un lanzamiento perfecto a un esquirol que conducía un tranvía y allí jugó Billy Phelan una partida de bolos casi perfecta, epónima de esta novela. Es Billy Phelan un pícaro simpático, de ética -que no moral- irreprochable y códigos inamovibles, aprendiz -casi maestro- de la calle y de la noche, capaz de resistirse a los requerimientos de los todopoderosos McCall, dueños del partido demócrata, de los medios de comunicación y del juego, uno de cuyos hijos acaba de ser secuestrado. Envuelto por casualidad en dicho secuestro, asistimos con simpatía a su conflicto interior -¿informar o no informar?- a través de los ojos de Martin Daugherty, redactor con callo, un tanto cínico y dotado del don profético, al modo veterotestamentario, que curiosamente no acaba de entender la vocación sacerdotal de su hijo. Pulula junto a ellos una pléyade de borrachines y vagabundos, locos, chulos, jugadores y timadores que componen un relato mil veces leído, es cierto, pero escrito con sinceridad y garra, dotado de nervio y de alma y traducido a las mil maravillas, cómo no, por Jordi Fibla. Así que Vds. ya saben, lean, lean...