jueves, 30 de diciembre de 2010

TRES DÍAS EN CASA DE MI MADRE (FRANÇOIS WEYERGANS)

Le falta a la edición de Funambulista de Tres días en casa de mi madre una última revisión que la hubiera librado de unas cuantas erratas, expresiones agramaticales, algún que otro error de traducción (cassette podrá, sin duda, significar “cajita”, pero no cuando su contenido es una grabación musical, digo yo) y ciertas incoherencias como que Jenofonte sea unas veces Jenofonte y otras Xenophon. Esta última revisión bien podría haberla hecho, además, el encargado de redactar el texto de la contraportada, para el que
“esta novela... tiene como eje la hospitalización de la madre del narrador... y la posibilidad de que no sobreviva al accidente. Todos los hijos acuden al hospital, entre ellos el protagonista y alter ego del autor, que se instala tres días en casa de su madre y decide echar la vista atrás. Se pone entonces a imaginar y a contar su vida (real e imaginada) en una digresión infinita, sabrosísima e inolvidable.”

Tal es el resumen que se nos ofrece, cuando, en realidad, el supuesto eje de la novela no llega hasta sus últimas cinco páginas, convirtiendo de paso el texto de la contraportada en un spoiler. Ciertamente sería excusable este último –no tiene esta novela la estructura clásica de planteamiento-nudo-desenlace; de hecho, casi no tiene estructura- si no fuera engañoso y, por tanto, innecesario. Así pues, una relectura no le habría venido nada mal a nadie en Funambulista.

En opinión de quien desde aquí les habla, Tres días en casa de mi madre es, en realidad, como también lo era Franz y François, un conjunto, a un tiempo brillante y cargante, de reflexiones metaliterarias que, aunque divertidas e inteligentes, parecen surgidas de la improvisación y la verborrea característica de cierta tradición representada por esas inteligentes comedias francesas y de Woody Allen cuyos inteligentes protagonistas hablan, hablan y hablan, mientras, rodeados de libros, escuchan a Bach y paladean un buen vino.

martes, 28 de diciembre de 2010

EL CEMENTERIO DE PRAGA (UMBERTO ECO)

A mediados del siglo xix un lingüista suizo llamado Ferdinand de Saussure postuló, a partir de ciertas irregularidades de las raíces verbales griegas, la existencia en indoeuropeo de tres fonemas que no se conservaban en ninguna de las lenguas históricas derivadas de la lengua madre reconstruida. Estos fonemas, que él denominó coeficientes sonánticos y hoy denominamos laringales, cobraron carta de naturaleza setenta años después cuando Hrozny descifró el hitita, en el que aún se conservaban ciertos restos consonánticos de los mismos. La hipótesis de la existencia de las laringales puede seguir considerándose, aún hoy, una de las jugadas magistrales del estructuralismo, ese marco teórico que entiende la lengua como un conjunto de elementos finitos y de reglas para combinarlos y que tiende a considerar toda irregularidad presente como resultado de una regularidad anterior.

No se preocupen Vds. No tengo intención alguna de torturarles, como a mis antiguos alumnos, con los entresijos de la teoría laringal. Tampoco es este el lugar para denunciar ciertos excesos cometidos por esta corriente. Si hoy he comenzado por la genialidad de Saussure, es porque ilustra a la perfección la tan humana tendencia de proyectar orden y concierto allí donde, en principio, no lo hay; o no tiene por qué haberlo; y porque, como les decía el otro día, de ella se aprovecha el capitán Simonini, antihéroe de la nueva y muy publicitada novela de Eco. Es este Simonini un maestro falsario que se vende al mejor postor para pergeñar aquello que se le demande, ya se trate de documentos en contra o a favor de los garibaldinos, de panfletos que solivianten los ánimos en los tiempos de la Comuna francesa o, sobre todo, de propaganda antimasónica y antisemita. Si nuestro antihéroe tiene éxito es porque ha sabido ver en la suma de muchas conjuras y conspiraciones particulares –he aquí el desorden- un esquema universal –y aquí el orden-. Basta, pues, con rellenar los huecos con la información adecuada y pertinente en cada caso –fill in the gaps, que dirían los ingleses- para obtener el producto deseado.

Y el gran proyecto vital de este Simonini, único personaje ficticio de la novela de Eco, no son sino Los protocolos de Sión, a un tiempo inspirados por, e inspiradores de, la violenta corriente de antisemitismo que azotó el mundo a fines del siglo xix y que terminó desembocando en el holocausto judío en la primera mitad del xx. No entraré tampoco aquí en la absurda y ficticia polémica suscitada por quienes han querido detectar cierta ambigüedad en el antisemitismo del volumen y achacarle a Eco las opiniones de su odioso personaje. Lo único que diré es que no hay tal. Simonini es antisemita y misógino hasta decir basta. De las opiniones de Eco no tenemos información alguna, ni necesidad de tenerla, dicho sea de paso. Lo único que nos debería importar es que El cementerio de Praga es una novela bien trabada y documentada, quizá un punto abigarrada, que, como toda la obra de Eco, engancha y entretiene, sí, pero también termina por hacerse un tanto cargante.

P.S. Soy consciente de que en los últimos meses hemos visto sacudidos nuestros en otro tiempo firmes cimientos ortográficos pero alguien en Lumen debería tomar nota de que 1. la tilde diacrítica de “sólo” ha desaparecido; 2. nunca apareció cuando “solo” equivalía a “en soledad”. Es hora ya de que sus ediciones empiecen a corresponder en lo formal al precio por el que se venden.

domingo, 19 de diciembre de 2010

INTERREGNO (X)

Recién terminada La habitación de Emma Donoghue, sobre la que podrán leer, creo, en el Qué Leer del aún lejano febrero y, a mitad de camino de Los cementerios de Praga de Umberto Eco, vengo por aquí a decirles que sigo sin olvidarme de Vds. y a dejarles, además de un más que afectuoso saludo, un par de reflexiones:

1. para empezar, que la última novela del semiótico de la Universidad de Bolonia o, al menos, el modus operandi de su antihéroe Simonini, reposa en una concepción estructuralista de la Historia; la misma que hace unos días formuló inconscientemente mi más brillante alumno a propósito de los orígenes legendarios de Roma. Todo lo cual me lleva a confirmar una vez más la muy humana necesidad de proyectar orden y estructura sobre el caos y que, frente a lo que nos quieran hacer creer, hay esperanza -¡y mucha!- para nuestros alumnos de Secundaria.

2. para acabar, que C. S. Lewis empieza a hacerse acreedor en este lugar de una sección similar a las ya existentes para los buenos de Kurt Vonnegut y Michael Chabon. Lean, si no, las palabras del maestro oxoniense citadas por Rocío García en su artículo “Para leer y ser feliz” del Babelia de ayer, dedicado, cómo no, ¡es Navidad!, a la literatura infantil y juvenil:

“No hay libro que merezca la pena leer a los diez años que no sea digno de leerse a los cincuenta.”

Ante tamaña verdad, una no puede sino retirarse y aplaudir.


miércoles, 1 de diciembre de 2010

EL VERANO DEL PEQUEÑO SAN JOHN (JOHN CROWLEY)

Aunque ello le valiera la etiqueta de “autor facilón”, tenía más razón que un santo el bueno de Vonnegut cuando decía aquello de que “el lector está haciendo algo bastante difícil para él” y de que “la razón de ser de tu párrafo es que sus ojos [los del lector] no se cansen demasiado [...] para que, sin conocerlo, puedas llegar al lector facilitándole el trabajo”. Como muy bien saben Vds., en mi poética particular me inclino antes por la austeridad estilística que por el barroquismo. Me gusta la prosa que no llama la atención sobre sí misma. Hago, no obstante, alguna que otra excepción y hace ya unos cuantos años que canto por aquí las excelencias de ese autor atípico y tan poco de nuestro tiempo que es John Crowley. No son pocos los adjetivos que se le pueden aplicar a su prosa: preciosista, críptica, condensada, poética... pero nunca fácil. De hecho, leer a Crowley puede resultar agotador, aunque la experiencia merece la pena. Casi siempre. Lo había hecho hasta ahora –merecer la pena, digo- pero he pasado parte de estas dos últimas semanas peleándome con El verano del pequeño San John -¿por qué no San Juan, por cierto?- y no he obtenido recompensa alguna. El problema no es tanto el lirismo y el manierismo –esta va por ti, abuelo- reconcentrado del conjunto, que también, sino que se priva al lector de todo marco referencial y no hay por dónde atacar esta historia de fantasía y ciencia ficción ambientada en un mundo postapocalíptico –creo- que combina motivos extraídos del folklore nativo americano con otros de tipo hagiográfico. Algo parecido sucede en pasajes relativamente extensos de Aegypto y de Pequeño, Grande, es cierto, pero había en estas una segunda o tercera línea argumental que servía de contrapunto y dotaba al conjunto de perspectiva, proporcionándole de paso al lector un asidero. En esta ocasión, sin embargo, Crowley parece haberse olvidado de que, cuando uno plantea una historia, ha de establecer, de manera tácita, por supuesto, unas cláusulas por las que se rige el tan traído y llevado pacto de ficción. Y como el lector no recibe ningún tipo de orientación –la única, un tanto vaga, no llega hasta la página 40-, no sabe qué hacer con esa farragosa sucesión de éxtasis místicos que experimenta Junco que Habla, de los del habla con Verdad, en su camino a la Santidad, sea ello lo que fuere. Así que... mejor pasamos a otra cosa.