viernes, 30 de julio de 2010

2666 (ROBERTO BOLAÑO)

“Amalfitano supo entonces que nunca nadie había visto en persona a Archimboldi. La historia le pareció, sin que pudiera decir a ciencia cierta por qué, divertida, y les preguntó los motivos por los que querían encontrarlo si estaba claro que Archimboldi no quería que nadie lo viera. Porque nosotros estudiamos su obra, dijeron los críticos. Porque se está muriendo y no es justo que el mejor escritor alemán del siglo XX se muera sin poder hablar con quienes mejor han leído sus novelas. Porque queremos convencerlo de que vuelva a Europa, dijeron.”

2666, Roberto Bolaño


No son pocas las consideraciones de índole metaliteraria que despierta la lectura de 2666. De hecho, ella misma las formula de modo explícito. Para empezar, se insiste en la naturaleza aparente y mutable de la literatura; del canon, al menos. Y es cierto que desde un punto de vista diacrónico, a saber, contemplándolo con la perspectiva que otorga el paso del tiempo, es innegable el olvido de obras y autores que, en nuestra soberbia, creímos en su momento llegadas para quedarse. No lo es menos, sin embargo, que desde un punto de vista sincrónico, en un momento dado del eje temporal, pongamos el nuestro, la literatura con mayúsculas, la Literatura, sólo tiene sentido como Verdad. Como tal, como Literatura y como Verdad, se percibe, sin duda, la monumental 2666 de Roberto Bolaño. Así se percibe, así se lee a sí misma y así nos la han presentado. Pues al margen de sus innegables virtudes, las que descubrimos al leerla, no hay duda de que 2666 es un proyecto consciente de obra maestra, con lo que ello supone; por lo pronto, cierta autoindulgencia para con su exceso:

“Qué triste paradoja, pensó Amalfitano. Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez.”

(ibidem)

Y no hay duda tampoco de que es mucho el ruido que ha rodeado a esta obra, sobre todo, a raíz de su descubrimiento por parte de la crítica estadounidense. De manera que cuando nos enfrentamos a ella -porque uno se enfrenta a 2666, no sólo la lee- no podemos evitar sentirnos culpables si no reaccionamos como ante las obras maestras de los Cervantes, Melville, Proust, etc. con los que Rodrigo Fresán alinea a su autor en la contraportada de la edición de Anagrama.

Llegamos así a otra interesante consideración metaliteraria explicitada en el texto: la de que las obras maestras son constructos herméticos, ocultos -para bien- por el bosque de árboles y arbustos que simbolizan la literatura llamada “menor”. Alude quizá Bolaño al proverbial genio torturado e incomprendido; quizá a que lo mejor sólo se detecta por contraste con lo peor; quizá a que lo excelso está destinado tan sólo a unos pocos. No lo sé, nunca he sido muy dada a la simbología; a la consciente, al menos. El caso es que 2666 trae bien pegada la etiqueta de “OBRA MAESTRA” y no hay quien se la quite por más que frotemos con alcohol.

Pero estoy dando una impresión equivocada, creo, cuando lo cierto es que he disfrutado muchísimo de algunas partes de este faraónico proyecto; sobre todo, de “la parte de los críticos” y de “la parte de Archimboldi”. Es la primera un inteligente, divertido y hondo vodevil académico y la segunda una historia de moldes tirando a clásicos de una trayectoria vital que cruza el siglo XX hasta llegar a la desesperanzada nada del XXI. ¿Que qué hay por el medio? Pues cientos de páginas de esa lucha titánica a la que se refería Amalfitano; la que deja a su paso sangre, heridas mortales y fetidez. Y no me refiero tanto aquí a la violencia desatada, impune y atroz de “la parte de los crímenes”, como al exceso de este nudo central, en el que la narración se detiene casi por completo. El “casi” se salva mediante el relato de la peripecia de Lalo Cura, Harry Magaña, Florita Almada y unos pocos más, que libran al lector de sucumbir a la tentación de abandonar esta parte para pasar a la, sin duda, más “agradecida” parte final sobre Archimboldi. Y ese mismo “casi” nos libra también de la segura culpabilidad que experimentaríamos en caso de pasar las páginas de los brutales crímenes de Santa Teresa más rápido de lo debido. Ya que no justicia, esos cientos de mujeres merecen, al menos, nuestro estremecimiento y desasosiego. Desde un punto de vista estrictamente formal, sin embargo, la sangre salpica demasiado. Y sí, sé que también la Ilíada, con su catálogo de naves, Moby Dick, con sus interminables descripciones de las técnicas de los balleneros del Pequod, o La montaña mágica, con sus densas y pedantes discusiones filosóficas, pueden resultar excesivas pero no tanto. Cuando una cierra cualquiera de estos tres volúmenes, es otra cosa lo que perdura, mientras que todo en 2666 nos devuelve al brutal exceso del desierto de Sonora.

Así que Vds. verán lo que hacen.

viernes, 23 de julio de 2010

INTERREGNO (VIII)

No crean que me he olvidado de Vds. pero el tiempo parece haberse detenido esta última semana mientras en compañía de una pertinaz gastroenteritis espero a que me confirmen si, una vez aprobada la oposición, consigo -o no- superar la fase de concurso y hacerme -o no- funcionaria. Obligada al reposo, entretengo la espera estudiando el código de circulación, lamentando que el Tour de Francia se haya convertido en una descafeinada y arreglada carrera entre amigos y, lo que a Vds. más les interesará, supongo, leyendo esa monumental y brutal pesadilla que ha resultado ser 2666 de Roberto Bolaño. Mi tiempo se ha detenido, sí, como se detuvo el tiempo narrativo de esta novela al llegar a la llamada “Parte de los crímenes”, en la que Bolaño rinde su particular -y excesivo- homenaje a las víctimas de la violencia machista de Ciudad Juárez.

De esta suerte de catálogo de muertes, sin embargo, les hablaré, creo, la próxima semana. Si hoy he pasado por aquí es para dejarles la recomendación de que no se pierdan esa maravilla de ficción televisiva que ha resultado ser Treme, lo último del gran David Simon, que, ambientada en la Nueva Orleans post Katrina, fascina, como The Wire, con sus ritmos lentos pero seguros, con sus contrastes trágico-cómicos, sus personajes, sus diálogos y, por supuesto, con su música. Aquí les dejo un festivo botón de muestra.

Y Vds. ya saben, vean, vean.

martes, 13 de julio de 2010

VERANO (J. M. COETZEE)

“- Pero ¿y si todos somos creadores de ficciones, como llama usted a Coetzee? ¿Y si todos nos inventamos continuamente las historias de nuestra vida? ¿Por qué lo que yo le cuente de Coetzee ha de ser más digno de crédito que lo que él mismo le cuente?

- Claro que todos somos creadores de ficciones, no voy a negarlo. Pero ¿qué preferiría usted tener: una serie de informes independientes procedentes de una gama de perspectivas independientes, con las que luego podría tratar de sintetizar un todo, o la enorme y unitaria proyección del yo que comprende su obra? Yo no sé qué preferiría.”

Verano, J. M. Coetzee

De mis primeros años de aprendizaje del latín recuerdo las insistentes referencias a la pretendida objetividad de César en sus Comentarios a la Guerra de las Galias y a la Guerra Civil, en los que se refería a sí mismo tercera persona de singular mediante. Ya en alguna otra ocasión he tratado por aquí de las implicaciones del uso de la primera persona de singular en la narración; de cómo los lectores, en nuestra ingenuidad, nos dejamos llevar y tendemos a identificar el “yo” de una narración con su autor. Démosle hoy la vuelta a la moneda. No cabe duda de que la tercera persona, la no-persona, que diría E. Benveniste, es más aséptica, menos comprometedora que la primera pero ¿es más objetiva? Lo parece, sin duda; de ahí la elección del dictador romano. Entre el parecer y el ser media, sin embargo, un buen trecho, también en el tema que nos ocupa, y así se lo indica Sophie al joven académico que en Verano recopila testimonios de aquí y allá sobre ese escritor ya fallecido que fue Coetzee. Pueden leerlo Vds. en el párrafo que abre esta entrada. Y no, no es que el triunfo de nuestra selección haya silenciado la muerte del Nobel sudafricano. A día de hoy, el J. M. Coetzee real vive y colea pero no el que protagoniza Verano, presentado como el último volumen de su autobiografía, tras Infancia y Juventud.

Verano es una broma metaficcional -perdónenme la jerga, por favor- digna del Roth de Operación Shylock, Los hechos o La contravida; una broma sorprendentemente divertida y bienhumorada en la que el severo y preciso autor de las escalofriantes Vida y época de Michael K, Esperando a los bárbaros y Desgracia se ríe de sí mismo o de su hombre de paja, según se mire, presentándose/lo como un tipo peculiar, ingenuo e idealista, retraído y prudente hasta decir basta, incapaz de cualquier forma de intimidad, ya sea con su padre, con el resto de su familia, con sus colegas o, sobre todo, con las mujeres. Hay también lugar en ella, eso sí, para la Sudáfrica más brutal, árida y violenta -por naturaleza y por las absurdas convenciones de los afrikáners que la habitan- aunque mucho menos que en otras ocasiones. Y es por esto por lo que aunque no suele ser Coetzee, dada su brutalidad, una opción de ocio muy atractiva para la época de relax estival, en esta ocasión incluso lo he llevado a la playa, donde, créanme, no desentona demasiado. Así que yo, en su lugar, leería; aun más, leería ahora.





sábado, 10 de julio de 2010

CORONA DE FLORES (JAVIER CALVO)

Siempre me ha parecido que aquello de bien está lo que bien acaba es una falacia y una trampa ideada para salvar los barrancos de la ética; una variante políticamente correcta del, con razón, tan denostado el fin justifica los medios. Cuando de Letras se trata, eso sí, un buen final es capaz de calzar, al menos en parte, una trama coja. Más verdad contiene, no obstante, un posible corolario del adagio inicial: mal está lo que mal acaba. Un mal final, como siglos atrás pontificó Aristóteles desde su Poética, hunde en el más viscoso de los fangos una historia, por prometedora que esta haya sido.

Viene esto a propósito de Corona de flores de Javier Calvo. Se inicia esta como novela de crímenes de corte folletinesco y decimonónico y apariencia más o menos clásica, con dos grandes antagonistas, Menelaus Roca y Semproni de Paula, unidos, o no, según se mire, en su afán de dar caza al autor de los Crímenes de la Esperanza, que tienen aterrorizada a la cada vez más industrializada y violenta ciudad de Barcelona. Suena bien, es cierto, y así funciona en su primera mitad, por más que se detecten ya en ella ciertos tics que terminarán por hacerse cargantes: la insistente referencia al “Dosel de Sombras” que cubre la ciudad -quizá empleado como lema de la novela; no lo sé- y cierto abuso del símil: “Y, sin embargo, es imposible no mirar. Es tan imposible como le resultaría a una pluma no ser arrastrada por un maremoto”.

Pero de repente, pasado el ecuador, algo se tuerce. La trama se precipita y se encaja a la fuerza en un esquema de tintes milenaristas, se hace aparecer en escena a secundarios que muy poco o, más bien, nada aportan (Max Téller, por ejemplo) y a otros, en cambio, se les otorga un papel capital que, dada la ausencia de motivos, le resulta impostado al lector; y hasta aquí puedo leer... Que en el capítulo 48 se multipliquen latines que no son tales, por contrarios a las más básicas normas de la declinación y la concordancia, es lo de menos. Lo de más es que las repeticiones, la precipitación y cierta apariencia de improvisación terminan por malograr una novela muy prometedora que en sus inicios divierte y entretiene como la que más. Una pena, pues.



jueves, 8 de julio de 2010

EL LIBRO DE LOS NIÑOS (A. S. BYATT)

Unas cuantas semanas y una oposición después, aquí estoy de vuelta, lista para retomar mi acogedora rutina de lecturas y reseñas. Mientras termino de dar cuenta de la singular Corona de flores de Javier Calvo, de la que espero poder hablarles en unos días, aquí les dejo el perfil de A. S. Byatt que firmo en el muy completo número estival de Qué Leer junto con el urgente ruego de que, por favor, no dejen de leer esa monumental y soberbia novela que ha resultado ser El libro de los niños.


Publicado en Qué Leer, 156 (julio-agosto de 2010)