domingo, 30 de mayo de 2010

UNA DE COSAS BIEN DICHAS

Casi al final de El libro de los niños de A. S. Byatt, alias la gran novela inglesa de nuestros días, o no, según se mire y veremos, les hago una breve visita para dejarles otra pequeña ración de cosas bien dichas:

“Los lectores no deberían conocer a los escritores, pensó. Se supone que no deben hacerlo.”

El libro de los niños

A. S. Byatt


domingo, 16 de mayo de 2010

EL NOMBRE DEL VIENTO (PATRICK ROTHFUSS)

Les decía el otro día a propósito de El nombre del viento de Patrick Rothfuss que me había convertido en víctima de una cierta y leve esquizofrenia. Tenía, por un lado, la certeza de hallarme ante una novela objetivamente mala y me resistía, por otro, a abandonar su lectura, deseosa de conocer hasta el final el páthos de su sufriente y sufrido héroe, Kvothe. Pues bien, he terminado la entrega inaugural de Las crónicas del regicida y, 832 páginas después, he conseguido tan sólo aumentar el arsenal de argumentos en contra de su calidad. Por lo que se refiere a las idas y venidas de Kvothe, poco es lo que una ha averiguado tras cerrar las cubiertas del libro; nada, de hecho, que no supiera ya en la página 300 o, si me apuran, antes incluso de comenzar a leer.

La historia de El nombre del viento es la manida historia épica y fantástica de un niño de talento singular y extraordinarias capacidades que pierde a su familia de manera trágica y violenta a manos de siniestras fuerzas oscuras y que, tras no pocas peripecias y desgracias varias más, inicia una educación formal -a su manera, pues la Universidad de esta historia es de lo más heterodoxo- y una investigación individual para poder ejecutar su venganza. ¿Les suena de algo? Sí, claro que sí. No hace falta ser demasiado espabilado para distinguir incluso un trasunto de Severus Snape, de Dracus Malfoy y hasta de -¡horror!- Myrtle “la llorona” en esta nueva historia de the boy who lived.

No es, sin embargo, la falta de originalidad el mayor problema de esta historia. El nombre del viento se concibe como la primera de tres entregas dedicadas a las grandes hazañas de Kvothe; una por cada día de narración. Y es cierto que las gestas prometen ser verdaderamente notables, como pueden ver y escuchar en el atractivo vídeo de presentación de la novela, pero no lo es menos que hay que armarse de paciencia para tragarse más de ocho centenares de páginas dedicadas tan sólo a la educación de un joven que todavía no ha hecho nada, por más que las descripciones de las prácticas mágicas en las aulas y fuera de ellas -¿mencioné antes una escuela de magia llamada Hogwarts?- se revistan de cierto cientifismo y neoplatonismo aguado. El hartazgo va en aumento ante la manía del narrador, el propio Kvothe, de cuestionar la capacidad del lector para entender todo lo que nos está contando y, para colmo, siempre con las mismas palabras: “Si no habéis hecho tal o cual, dudo que podáis entender lo que sentí cuando...” Como si de una fórmula homérica se tratara, se emplean estas palabras lo mismo para referirse a sus años de hambre en la urbe como a lo que supone arrastrarse por una tubería o, no se lo pierdan, compartir una manzana. Así que lo que pretendía, supongo, subrayar lo singular de la existencia de nuestro héroe no hace sino acrecentar en el lector la sensación de que Kvothe es un sabelotodo más insoportable aún de lo que dejan traslucir sus palabras y acciones en la Universidad.

La calidad de su prosa no contribuye precisamente a compensar todo lo anterior. La que acabo de explicitar es tan sólo la más enojosa de sus repeticiones. No le anda demasiado a la zaga la obsesión por adjetivar los silencios. Su prólogo y epílogo reciben, de hecho, el subtítulo de “Un silencio triple”, como si el silencio admitiera ser cuantificado. Me atrevería a decir, incluso, que Rothfuss echó el resto en la página 78, en el incipit propiamente dicho de la historia registrada por Cronista, sabiamente seleccionado por la gente de Random House Mondadori para la contraportada:

“He robado princesas a reyes agónicos. Incendié la ciudad de Trebon. He pasado la noche con Felurian y he despertado vivo y cuerdo. Me expulsaron de la Universidad a una edad a la que a la mayoría todavía no los dejan entrar. He recorrido de noche caminos de los que otros no se atreven a hablar ni siquiera de día. He hablado con dioses, he amado a mujeres y he escrito canciones que hacen llorar a los bardos.

Quizás hayas oído hablar de mí”

El resto, simplemente, no está a la altura. Ni de lejos.

Así que yo en su lugar, me entretendría con J. R. R. Tolkien, C. S. Lewis, John Crowley, Susanna Clarke o incluso J. K. Rowling, antes que con El nombre del viento de Patrick Rothfuss. Y ahora, creo, me despido por un par de semanas.

viernes, 14 de mayo de 2010

OLIVE KITTERIDGE (ELIZABETH STROUT)

A mitad de camino de la Rothfussiana El nombre del viento me debato estos días entre la curiosidad por acabar de conocer el páthos de su héroe y la certeza de hallarme ante una novela objetivamente mala por motivos que les contaré, espero, en unos pocos días. Entre tanto, por aquí les dejo la crítica que la que desde aquí les escribe firma en el Qué Leer del corriente mes de mayo del más que recomendable Pulitzer de narrativa del pasado 2009.



Publicado en Qué Leer, 154 (mayo de 2010)

sábado, 8 de mayo de 2010

MAL DE ESCUELA (DANNIEL PENNAC)

“¡Hala, mal de escuela, piensa el profesor, desproporción, desproporción, un malestar probablemente desproporcionado!

Mal de escuela

Daniel Pennac

Seguramente no sea este el lugar más propicio para hacer esta declaración, al menos, sin herir susceptibilidades. En cualquier caso, ahí va: no creo demasiado en la pedagogía. Hay, por supuesto, buenos y malos profesores pero poco tiene que ver en ello la eventual formación psicológica y pedagógica que hayan podido recibir. Se lo dice una sufrida e indignada alumna del ya desaparecido CAP (Certificado de adaptación pedagógica), requisito imprescindible durante décadas para acceder a la docencia en Secundaria. Me harté entonces de escuchar a teóricos de la pedagogía que, pagados de sí mismos, nos proyectaban en pueriles transparencias aquello de “enseñar a enseñar”, “enseñar a aprender”, “aprender a enseñar” y “aprender a aprender”, soltaban perlas como que “estructura mental” era una secuencia redundante porque “todo lo mental está estructurado” -sin comentarios-, y criticaban la ortografía de sus alumnos universitarios para después hacernos comprar y leer manuales plagados de párrafos agramaticales y de esas mismas faltas ortográficas.

Sin embargo, me gusta leer sobre educación, aunque no a “pedagogos profesionales” sino a profesores de verdad, de los que se han pasado años bregando incansablemente con sus alumnos. Un par de ensayos sobre el tema de C. S. Lewis, contenidos respectivamente en De este y otros mundos y La abolición del hombre, contienen más y más lúcidas verdades que todas las bagatelas bienintencionadas pero vacuas que escuché durante aquellos meses.

Lo mismo puede decirse, creo, de este Mal de escuela que hoy me trae aquí y que su autor, Daniel Pennac, escribe con todo el amor del mundo como homenaje a la figura del “zoquete”, de los que por las clases del mundo son y están y del que él mismo fue años ha. Con todo, “llegó”, es decir, salió adelante. ¿Cómo? Merced a un puñado de figuras salvadoras, tres maestros de matemáticas, historia y filosofía, respectivamente, que con su vocación, respeto y amor convirtieron al “zoquete” que él era en alguien capaz de aprobar el examen de Bachiller, acceder a la Universidad y terminar incluso un Doctorado; y en alguien, sobre todo, que regresó a las aulas para contribuir, a su vez, a rescatar a otros “zoquetes”. Eso es lo que relata este Mal de escuela con inteligencia y lucidez pero también, me temo, un cierto exceso de lirismo e intensidad -y también de tropos- que una intuye que no refleja del todo la diaria realidad de las aulas.



martes, 4 de mayo de 2010

EL CONSPIRADOR (HUMPHREY SLATER)

No sé cuántas veces habré defendido por aquí aquello de que el carácter huraño, déspota, soberbio o autocomplaciente de un autor no debería, de ningún modo, condicionar la opinión que tengamos de su obra ni desmerecerlo como artista. La última, creo, con ocasión de la ruin necrológica que Bárbara Celis le dedicó a nuestro idolatrado Salinger el pasado 28 de enero. Nunca he tratado, sin embargo, de la otra cara de la moneda, la integrada por aquellas obras que han recibido más atención y elogios de los que merecían, tan sólo por haber sido escritas por alguien con una biografía digna de Hollywood, por ejemplo, o con determinadas convicciones políticas.

He aquí una novela que encaja a la perfección dentro de este último grupo: El conspirador de Humphrey Slater. Del tal Slater se nos cuenta en la contraportada de la edición de Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores que probablemente “sea el novelista más misterioso del siglo xx” y que fue considerado por Isaiah Berlin “uno de los narradores que mejor comprendió la verdadera faz del comunismo”. Que así sea, si así lo quieren. Admitamos pulpo como animal de compañía. Lo que no estoy dispuesta a admitir es que El conspirador sea “un magistral relato acerca de la lealtad y la traición escrito en una prosa irónica y mordaz” ni que sea “una novela emocionante y de acción trepidante”. Nada más lejos. Es cierto que El conspirador aspira a ser una novela negra de corte clásico pero se queda en mero y burdo esbozo y no consigue remontar el vuelo, lastrada por un fallido planteamiento inicial. Dice el tópico -y la canción- que en la vida todo depende del color con que se mire. Lo mismo ocurre en literatura. ¡Ay, la perspectiva! Igual que narradores como nuestro Lazarillo de Tormes, Huck Finn o, por supuesto, Holden Cauldfield, son capaces de elevar a cotas insospechadas una trama, una elección errónea puede hundir en el más espeso de los fangos una historia prometedora. Y esto es justo lo que ocurre en El conspirador, cuyo narrador omnisciente destruye cualquier posibilidad de suspense y de la terrible sorpresa anunciada por la contraportada en un ejemplo flagrante de publicidad engañosa. Una historia como esta funcionaría tan sólo narrada por la inocente Harriet, o, quizá, si de ser originales se trata, por el traidor; no desde la perspectiva de uno y otro alternativamente ni, desde luego, desde la de la prima Caroline o la de los prebostes del KGB.

Así que yo que Vds., no leería.