miércoles, 30 de diciembre de 2009

FIN (DAVID MONTEAGUDO)

“Diez negritos se fueron a cenar.

Uno de ellos se ahogó y quedaron

Nueve.

Nueve negritos trasnocharon mucho.

Uno de ellos no se pudo despertar y quedaron

Ocho

Siete negritos cortaron leña con un hacha.

Uno se cortó en dos y quedaron

Seis.

Seis de ellos jugaron con una avispa.

A uno de ellos le picó y quedaron

Cinco.

Cinco negritos estudiaron derecho

Uno de ellos se doctoró y quedaron

Cuatro.

Cuatro negritos fueron a nadar.

Uno de ellos se ahogó y quedaron

Tres.

Tres negritos se pasearon por el Zoológico.

Un oso les atacó y quedaron Dos.

Un negrito se encontraba solo.

Y se ahorcó y no quedó...

¡Ninguno!”

Diez negritos

Agatha Christie

Se multiplican últimamente en la blogosfera y en la prensa escrita las referencias a Fin de David Monteagudo, de la que Acantilado acaba de lanzar la cuarta edición cuando aún no se han cumplido tres meses desde su lanzamiento. Supongo que en una editorial en cuyo fondo destacan, entre otros, autores como Stefan Zweig o Arthur Schnitzler no deben estar habituados a tan fulgurantes arranques y que quizá influya en el número de ediciones de Fin una corta tirada inicial. No lo sé, simplemente estoy conjeturando. De lo que no me cabe ninguna duda es de que la sorprendente opera prima de Monteagudo será objeto aún de unas cuantas reediciones, de lo cual me alegro muchísimo. Pues por más que el punto de partida de esta novela sea típico y convencional hasta decir basta –el de las reuniones de antiguas pandillas de adolescencia constituye todo un subgénero narrativo-, Monteagudo nos dirige por otros derroteros para sumergirnos de lleno en una escalofriante pesadilla de terror sobrenatural. Es más, el convencionalismo y, casi diría, costumbrismo del primer tercio de la novela cumple un papel instrumental contribuyendo a subrayar aún más si cabe –y sí, sí cabe- lo extraño, lo preternatural del estado de cosas posterior al “apagón” –no sólo analógico en este caso-. Así, al menos, parece haberlo entendido también el autor de la contraportada, cuando muy acertadamente dice aquello de

“La reunión sigue fielmente el guión habitual de estos casos, pero, en plena celebración, un acontecimiento externo alterará por completo sus planes.”

Aciertan también los críticos, reseñadores y lectores en general que han detectado en Fin ecos de Cormac McCarthy, Stephen King o, por qué no, M. N. Shyamalan. Me extraña, sin embargo, no haber visto señalada en ninguna parte la inmensa deuda –estructural, al menos- de esta historia para con los Diez Negritos de la gran Agatha Christie, aunque en esto de los ecos e influencias uno nunca sabe hasta qué punto son reales o fruto de una proyección del bagaje previo del lector –yo añadiría a los mencionados al Saramago del Ensayo sobre la ceguera, al Franz Werfel de Reunión de bachilleres y Una letra femenina azul pálido, por aquello de los efectos devastadores de la culpa, y el imaginario de Lost para el último tercio de la novela-. En cualquier caso, lo fundamental no son las deudas sino lo que con los materiales preexistentes ha sido capaz de hacer el autor; como he dicho más arriba, una escalofriante pesadilla de terror sobrenatural. Créanme, no exagero. Hacía mucho mucho tiempo que no pasaba tanto miedo y a la vez me divertía tanto con una novela.

No me queda más, pues, que felicitar a su autor por tan sobresaliente debut y a Acantilado por su buen gusto y que emplazarles a Vds., como casi siempre, a que lean, a que lean Fin de David Monteagudo.


domingo, 27 de diciembre de 2009

ESTACIÓN DE TRÁNSITO (CLIFFORD D. SIMAK)

“Si el universo es lo suficientemente grande, todo lo que puede pasar pasará, de modo tal que si pudiéramos ver lo suficientemente lejos, acabaríamos descubriendo una réplica exacta de nosotros mismos. Esto lo había leído en el periódico. En el Science Times. Era como una versión cósmica del número infinito de manos que con el tiempo suficiente acaban escribiendo El rey Lear. Lo cual, en términos evolutivos, era un hecho científico, si te parabas a pensarlo.”

Al pie de la escalera

Lorrie Moore

Mi amigo J., comentarista habitual de este lugar y cáustico e iconoclasta anfitrión de aquel otro, con quien intercambio heterogéneas lecturas y disculpas por no escribir más a menudo, me envió la semana pasada su generoso regalo de Navidad: Alimentar la mente de Lewis Carroll y Estación de tránsito de Clifford D. Simak. Es el primero una deliciosa y divertidísima curiosidad editorial y tan sólo cabe lamentar que no haya sido objeto de una revisión ortográfica más cuidada. En cuanto al segundo, diré en primer lugar que lo más seguro es que no lo hubiera leído por propia iniciativa. Esa es, de hecho, la dinámica que de una manera tácita hemos adoptado J. y yo en nuestros envíos: regalar títulos interesantes para cada cual por uno u otro motivo y que el otro no leería de otra manera. Así fue como leí la maravillosa Solaris de Lem, la divertidísima Galápagos de Vonnegut o esta Estación de Tránsito de Clifford D. Simak que aquí me trae hoy y sobre la que no puedo sino darte la razón, J.:

1. la traducción no es ciertamente la más adecuada

2. el aliento poético de Simak es más que notable

El primer punto no deja de ser circunstancial, así que centrémosnos en el segundo, el aliento poético. Y como botón de muestra del conmovedor lirismo de Simak debería bastar el comienzo de la novela. La presentación de Enoch Wallace, milagroso superviviente de la terrible masacre de Gettysburg, es digna de ser enmarcada, sin más. De hecho, elevó las expectativas de esta lectora a cotas que, mucho me temo, no consiguió alcanzar el resto de la historia:

“Luego todo terminó y reinó el silencio.

Pero el silencio era una nota extraña que no estaba en concordancia con aquel campo ni con aquel día, y no tardaron en romperlo los gemidos y los gritos de dolor, las voces pidiendo agua y las súplicas de muerte... el llanto, las llamadas y los gemidos que proseguirían durante horas bajo el sol del estío. Luego aquellas siluetas acurrucadas se quedarían quietas y tranquilas, se esparciría un hedor que causaría náuseas a todos cuantos por allí pasaran, y las tumbas no serían profundas.

Habría trigo que no sería nunca segado, árboles que no florecerían cuando volviese la primavera, y en la ladera que subía hasta el farallón, quedarían las palabras sin pronunciar, las gestas sin realizar y los bultos empapados que pregonaban el vacío y el despilfarro de la muerte.

Había hombres orgullosos que aún se habían cubierto de más gloria, pero que no eran más que nombres cuyo eco resonaría a través de las edades... la Brigada de Hierro, el V de New Hampshire, el I de Minnesota, el II de Massachusetts, el XVI de Maine.

Y también estaba Enoch Wallace.

Aún empuñaba el mosquetón hecho pedazos y tenía ampollas en las manos. Su cara estaba tiznada de pólvora. Tenía los zapatos cubiertos de polvo y sangre reseca.

Pero aún vivía.”

Estación de tránsito

Clifford D. Simak

Enoch Wallace no aparenta más de 30 años pero, como un nuevo Rip Van Winkle, hace ya bastante que ha pasado de la centena. Vive retirado del siglo y de sus vecinos, a excepción de la diaria conversación que sostiene con su cartero y de los ocasionales encuentros con su vecina sordomuda –cuyo estelar destino, por cierto, es demasiado previsible-. Podría parecer uno más de tantos excéntricos de lo más recóndito de los EEUU, si no fuera porque esta leyenda local ha llamado la atención de la CIA. Y no es de extrañar, pues el bueno de Enoch se ha pasado su más que centenaria vida dentro de su peculiar e inaccesible residencia recibiendo y despachando –es un decir- a los “extranjeros” de muy diversos lugares de la galaxia que en su casa quisieran hacer parada y fonda. Sin embargo, el statu quo está a punto de cambiar, para empezar, por las injerencias de la CIA y de los fanáticos de la vecindad; para seguir, porque los cósmicos visitantes de nuestro héroe tampoco están libres de pecados que una creería exclusivamente humanos: la ambición desmedida, la codicia o la estrechez de miras, por ejemplo.

El relato del conflicto de Enoch, desarraigado y puesto entre la espada y la pared, lo adereza Simak con inevitables reflexiones sobre la incapacidad del Hombre para conocer aquello que está más allá de su Humanidad -¡ay! la falacia del antropocentrismo- y con edulcoradas y un tanto infantiles opiniones de índole moral. Este es, en mi opinión, el mayor lastre de esta Estación de tránsito -junto con la cierta falta de verosimilitud de un agente de la Agencia demasiado bien dispuesto y bienintencionado-. Y es que a mitad de camino Simak se olvida de narrar y se dedica a predicar. Con una sorprendente falta de concreción, además. Y cuando falta el detalle concreto, la historia tropieza y cae. No hay más.

Pese a ello, yo que Vds. leería y me dejaría llevar por el innegable lirismo de determinados pasajes. Y yo que Vds., sobre todo, me buscaría un corresponsal tan generoso, lúcido e inteligente como J., cuyo sedicente pesimismo es en realidad el disfraz de alguien que no ha perdido aún del todo la esperanza en el Hombre. Él no lo va a reconocer pero es lo que me dicen los libros de Lem, Vonnegut, Lewis y Simak que ha querido que lea.

jueves, 24 de diciembre de 2009

OUT OF THE BLACKOUT (ROBERT BARNARD)

“Surely gravestones held the highest proportion of written untruths, outside the popular press”

Out of the blackout

Robert Barnard

Diluvia por aquí y no se me ocurre mejor manera de ocupar el tiempo hasta la hora de la cena que tumbarme en el sofá bajo unas cuantas mantas y con una buena novela de misterio. Sir Arthur Conan Doyle, Agatha Christie o Dorothy L. Sayers son nombres más que recomendables para este plan, aunque no he venido aquí hoy a hablarles de ninguno de estos tres titanes, sino de Robert Barnard, que sin ser un clásico del género escribió una más que notable y entretenida novela de misterio de estructura clásica, Out of the Blackout.

La novela se abre de forma modélica en 1941 en una pequeña estación de tren de la campiña inglesa, adonde llega un grupo de niños que huyen de la trampa mortal en la que se ha convertido Londres por causa del Blitz. Entre ellos viaja Simon Thorn, un misterioso niño de cinco o seis años, apodado por sus compañeros the boy from nowhere, que apenas recuerda nada de su vida londinense. No recuerda o no quiere hacerlo, lo que no es de extrañar; pues a tenor de las pesadillas que de él se apoderan en sueños, es más que probable que el tímido, educado e inteligente Simon se subiera a aquel tren para escapar de algo más que los bombardeos.

Lo que sigue, por supuesto, es el ágil y bien hilvanado relato del intento de casi toda una vida -la de Simon- por saber qué ocurrió en Londres durante sus primeros cinco años de vida; por salir del apagón, vaya, como reza en el programático título. Y como en toda novela de misterio que se precie, Barnard distribuye alguna que otra pista falsa por aquí y por allá pero también una o dos anticipaciones que nos dejan intuir que el primer cierre de la novela no es tal y que los malos malísimos de esta historia no lo son sólo por brutales, cobardes y ruines, sino también por egoístas, autoindulgentes, amorales y hasta me atrevería a decir sociópatas. Tan sólo un pero le pondría a esta novela. Le sobra página y media. La coda final sirve únicamente para restarle verosimilitud y rotundidad al conjunto, pues anagnórisis como esas –y hasta aquí puedo leer-, muy empleadas en el teatro clásico griego, se entienden hoy en día tan sólo como parodia.

Pese a este resbalón, Vds. lean. Si la encuentran, lean. Como mínimo, entretendrán de la mejor manera posible unas cuantas tardes de lluvia.

Y, por cierto, tengan Vds. una más que Feliz Navidad.

domingo, 20 de diciembre de 2009

EL PROYECTO LÁZARO (ALEKSANDAR HEMON)

“Había un código de honor en torno a los relatos: no podías sabotear la historia de nadie si el público parecía satisfecho, o te exponías a que te hiciera lo mismo en otra ocasión; la incredulidad quedaba suspendida hasta nueva orden, pues nadie esperaba extraer la verdad ni una información veraz de aquellos relatos, sino tan sólo el placer de sentirse atrapado por la narración y, quizás, de volver a contarla como propia. En América era distinto: la incesante perpetuación de fantasías colectivas hace que la gente anhele la verdad y nada más que la verdad. La veracidad es la materia prima más buscada en América.”

El Proyecto Lázaro

Aleksandar Hemon

Cuentan los Manuales de Literatura Griega que Milman Parry corroboró sus teorías sobre la composición de los poemas homéricos y la dicción formular tras un viaje a la antigua Yugoslavia. Allí comprobó que, bien entrado el pasado siglo XX, aún quedaban aedos a la más vieja usanza, capaces de improvisar durante horas y horas un relato épico gracias a la concatenación de materiales previos transmitidos por la más que milenaria tradición oral. Igual que Homero en otro tiempo.

Mucho de ese talento del lugar para el relato se atisba en El Proyecto Lázaro de Alexsandar Hemon, que narra la historia del martirio de Lázaro Averbuch en el Chicago de inicios del XX y la odisea de Vladimir Brik, que un siglo después intenta reconstruir la historia del primero en un viaje que lo devuelve a una desolada, brutal y zafia Europa del Este. Se atisba ese talento, digo, en las dos líneas principales de la trama, que se entrecruzan, por cierto, con perfecta técnica, pero, sobre todo, en las maravillosas e increíbles anécdotas e historietas de Rora, el cínico y desencantado, al que el cándido Brik, ávido de información, insiste en creer.

Además, poderosos ecos épicos y bíblicos –empezando por el mismo título- resuenan de principio a fin de esta novela: el trágico destino de Lázaro Averbuch, huido de los pogromos del Este para ser asesinado en Chicago simplemente por aparecer en el lugar equivocado en el peor de los climas posibles; el periplo de Brik, que ha de esquivar a sus particulares Escilas y Caribdis, Cíclopes y sirenas y que, como Odiseo, es un desarraigado; o el patetismo de Olga Averbuch, doliente hermana que cual nueva Antígona lucha por devolverle a Lázaro parte de la dignidad perdida.

Todo ello, aderezado con una sorprendente dosis de humor y de ironía, hace de esta historia sobre el desarraigo una magnífica novela a la que puedo poner tan sólo un “pero”, que resulta además, según creo, de una de sus virtudes. Hacía referencia más arriba a la perfecta técnica de Hemon. Pues bien, su precisión deriva en ocasiones en cierta contención, en cierta frialdad, aliviada tan sólo por el pintoresquismo local en la línea del presente y el citado patetismo de Olga en la línea del pasado. Le falta, creo, a El Proyecto Lázaro un punto de emoción pero, por supuesto, Vds. lean.

domingo, 13 de diciembre de 2009

ÁNGULO DE REPOSO (WALLACE STEGNER)

“Cuando los historiadores de la frontera teorizan sobre los personajes sin raíces, sin ley, sin peculio y socialmente aislados que fundaron el Oeste, no hablan de personas como mi abuela. Las mujeres como ella tuvieron que renunciar a todo lo que se amaba o se le tenía cariño; y cuanto más renunciaban, más se lo llevaban sin remedio con ellas. Era un proceso como el de la ionización: lo que se sustraía de un polo se añadía al otro. Para esa clase de pioneros, el Oeste no era un nuevo territorio que se estaba creando, sino uno antiguo que se reproducía; en ese sentido, nuestras pioneras siempre fueron más realistas que nuestros pioneros. Nuestros contemporáneos, con su escaso bagaje del tipo de cosas que Shelly llamaba “meramente culturales”, que ni siquiera viven con aire tradicional, sino que respiran en sus escafrandas espaciales una mezcla científica de gases sintéticos (y además contaminados) son los auténticos pioneros. Sus circuitos no parecen incluir ningún sentimiento doméstico atávico, les han practicado una empatiectomía, sus computadores no ronronean con ninguna fantasmal retroalimentación que diga “Hogar, dulce hogar”. ¡Qué maravillosamente libres son! ¡Qué absolutamente plenos!”

Ángulo de reposo

Wallace Stegner

Creo que ya he dicho por aquí alguna vez, y, si no, lo digo ahora, que me cuesta bastante salir de viaje. Me agobian las cuestiones de logística y, sobre todo, me angustia la incertidumbre de la novedad. Es por esto que siempre me han admirado aventureros como la monja Egeria, que en el siglo IV marchó en peregrinación a Palestina desde su Galicia natal; como Pizarro y Magallanes, como el Capitán Cook, como los colonos del Mayflower y, por supuesto, los pioneros y “civilizadores” del Oeste americano. Recuerdo ver de cría clásicos como Caravana de mujeres o, mejor, La conquista del Oeste y maravillarme ya entonces del arrojo y capacidad de renuncia de aquellas gentes que abandonaban el conocido y “viejo” Este para conquistar un pedazo de las llanuras del Oeste, aunque ello trajera consigo arrostrar la incomodidad de las carretas, la sed y, por supuesto, exponer la cabellera al tomahack. No me lo tomen a mal. Hasta que leí El último mohicano de Cooper y Winnetou de Karl May, una no podía tener otra imagen de apaches, sioux y compañía que la proyectada por los westerns que la Primera echaba los sábados por la tarde.



Viene esto a cuento de Ángulo de reposo de Wallace Stegner, en buena medida responsable del estado de abandono en que he tenido este lugar las últimas dos semanas. En ella nos regala Stegner la titánica historia de Susan Burling Ward, tal cual la reconstruye y en parte la imagina su nieto Lyman desde su retiro estival, adonde se ha apartado con su cuerpo dolorido y maltrecho. No le interesa a nuestro cronista, sin embargo, elaborar una biografía exhaustiva, sino explorar tan sólo aquello que se refiere al encuentro de Susan Burling, mujer cultivada del Este, ilustradora de prestigio y narradora de renombre, con Oliver Ward, honrado, sosegado, orgulloso, ingeniero, topógrafo y, ante todo, un hombre del Oeste. El historiador y el nieto se combinan en Lyman Ward para investigar, reconstruir y, sí, también juzgar cual “Némesis en silla de ruedas” el comportamiento y los motivos de la abuela Ward en ese matrimonio desigual determinado por el sentimiento de superioridad de una respecto al otro:

“Admiro históricamente a Susan Burling, y cuando era una señora ya anciana la quise mucho. Pero me gustaría haber podido cogerla de la oreja y llevármela aparte y decirle unas cuantas cosas. Como Némesis en una silla de ruedas, y conociendo el futuro, podría haberle dicho que para una novia es peligroso creer que debe pedir disculpas por su marido.”

Ibidem

Pero seamos justos con la abuela Burling, la gran heroína de la novela de Stegner, cuyo cierto esnobismo no le impidió renunciar a todo lo que tenía en pos de un sueño que no era el suyo y que los inevitables golpes de la vida difirieron una y otra vez condenándola a una eterna vida preparatoria e interina:

“Tendrían que pasar tantos años hasta que se convirtiera en algo bonito o civilizado, tanto que la mayor parte de sus vidas tendrían que pasarla con los duros preparativos de vivir [...] En mis series de la vida en el Lejano Oeste incluiré estos preparativos del futuro, porque de eso trata la vida en el Lejano Oeste.”

Ibidem

Nostalgia del pasado y esperanza en el futuro fueron las notas de la vida de esta mujer que sólo de anciana consiguió alcanzar ese ansiado -o no, según se mire- ángulo de reposo, ese punto en el que los guijarros y la arena dejan de moverse, en que las líneas se apoyan y forman un falso arco que, si no la paz, concede una cierta tregua.

Ángulo de reposo obtuvo el Premio Pulitzer en 1972 y no me cuesta imaginar por qué. Se trata de una excelente novela, conmovedora, poderosa y con ambición en la que lo particular, los destinos de Susan Burling y Oliver Ward, se combina con lo general, la forja de ese gran sueño llamado América, en otro tiempo soñada tierra de las oportunidades; toda una novela histórica, vaya, que Vds. harían bien en leer.