martes, 13 de octubre de 2009

LA LIRA DE ORFEO (ROBERTSON DAVIES)

"La seguridad no es lo primero. La Bondad, la Verdad y la Belleza están por delante. Seguidme."

La plenitud de la Srta. Brodie

Muriel Spark

Fin de fiesta, se acabó lo que se daba. La trilogía de Cornish de Robertson Davies ha llegado a su fin y lo ha hecho del mejor modo de los posibles, con una magnífica, una colosal novela, de la que se pueden decir muchas y muy buenas cosas; para empezar, que sabe a Davies desde la primera a la última página. No en vano La lira de Orfeo nos trae de vuelta a María Theotoky y a Arthur Cornish, convertidos en mecenas de un magno proyecto: la reconstrucción y recreación del Arturo o el cornudo magnánimo -ópera de E. T. A. Hoffmann- que ha de llevar a cabo como trabajo de tesis doctoral la brillante y huraña Hulda Schnakenburg. Y al padre Simon Darcourt, factótum de la cuadrilla, encargado de la redacción del libreto, y a Mamusia y a Jerko, y, en cierta manera, también al difunto Francis Cornish, le beau ténébreux. A todos ellos y a nuevos personajes que, como la genial Hulda, bien merecen su momento de gloria, por fugaz que este sea.

Pero cuando digo que La lira de Orfeo sabe a Davies de principio a fin no me refiero tan sólo al regreso de viejos conocidos del universo de Cornish -¡y hasta de Deptford!- sino también a muy característicos tópicos del autor que se reconocen en su estructura interna -perdónenme la jerga estructuralista, por favor-. Vuelve el narrador de otro mundo, en este caso un Etah -acrónimo de E. T. A. Hoffmann- sito en el limbo de los creadores que no han logrado finalizar sus grandes obras y que ejerce de espectador global que todo lo ve pero poco comprende. Vuelve la erudición como un elemento fundamental de la trama. Y vuelve, sobre todo y ante todo, el lema programático de la obra. Si Ángeles rebeldes se construía en torno al aforismo de Paracelso alterius non sit qui suus esse potest -"que no sea del otro quien pueda ser dueño de sí"- y Lo que arraiga en el hueso tomaba el título del dicho osse radicatum raro de carne recedit -"lo que arraiga en el hueso no se desprende de la carne"-, en La lira de Orfeo la magna empresa de la reconstrucción y puesta en escena de Arturo o el cornudo magnánimo se plantea como el snark de Lewis Carroll, donde la escurridiza criatura simboliza no tanto la ópera como la superación del ideal de seguridad del filisteo gato Murr -también creación de Hoffmann- y la búsqueda de la Verdad y la Belleza. Así contado suena pedante e insoportable, lo sé. Nada más lejos de la realidad.

Quizá La lira de Orfeo no sea ni tan divertida ni sofisticada como Ángeles rebeldes, ni tan honda y redonda como Lo que arraiga en el hueso, pero si las dos entregas anteriores de la trilogía funcionaban como novelas perfectamente autónomas, o al menos podían hacerlo, esta Lira de Orfeo se convierte en un delicado y delicioso engrudo con el que ligar todos los brillantes pigmentos empleados previamente en la paleta. Y no, la metáfora no es gratuita. El resultado es un colosal tríptico, que, como el de Las bodas de Caná, no sólo deparará múltiples sorpresas a algunos de los personajes principales de la trama -pocas a los lectores de Lo que arraiga en el hueso; cosas de la ironía dramática-, sino que se erige en todo un testamento artístico. Y para llevar a cabo la actualización de su poética -en el sentido aristotélico- no podía Robertson Davies elegir otro estilo que el clásico. En tiempos de retórica vanguardista y epifánico desconcierto, no siempre justificado, por cierto, ese maestro del oficio de aspecto bonachón nos devuelve a los orígenes del "negocio" literario y ejerce de lo que deberían ejercer todos los narradores que se precien, de contador de historias. ¡Y qué historias!

Así que, por supuesto, lean.

4 comentarios:

Lentitud dijo...

Hoy he terminado la primera entrega de La trilogía de Cornish. No sé por qué la lectura de las novelas de Robertson Davies me retrotrae a cuando de niño y adolescente descubría la literatura con cada nuevo libro que caía en mis manos, cuando en realidad poco o nada tienen que ver con los libros que leí en aquel tiempo. Últimamente también me sucedió con Pequeño, grande de John Crowley. No sé bien a qué obedece este capricho que la memoria me ofrece.

Hace poco le dije a un tipo, más o menos con otras palabras, lo mismo que tú indicas en la última frase de la reseña. Al buen hombre no se le ocurrió otra cosa que acusarme después, no sin adoptar antes una actitud de engolada impostura, de “regresivo reaccionario”, luego intentó adornarse con argumentaciones que, de forma evidente, el único fin que tenían era escucharse a él mismo y alimentar su inflado ego. Se quedó tan satisfecho cuando terminó su perorata mientras me miraba triunfante desde su particular atalaya del saber como si yo fuera un vil mortal que nunca podría llegar al nivel alcanzado por su excelsa persona. Me lo imaginé mientras hablaba, aunque nada tiene que ver, como si fuera Parlabane contándole al reverendo Darcourt el contenido de su novela. Sólo le faltó para rematar la faena, darme una cariñosa, comprensiva y paternal palmadita con la mano en una de mis mejillas. Antes de que eso sucediera, y con el temor prendido en la mirada de la persona amiga que bien me conoce y sabe de mi reacción ante tesituras de tal calibre y que había venido visitarme y que no se le ocurrió otra cosa que presentarme al impresentable tipo que para más señas estaba en un curso de verano de la prestigiosa Universidad donde resido, no pude callarme y le repliqué. Por respeto a la audiencia de este blog creo conveniente no reproducir mis, como no puede ser de otra forma, ponderadas y siempre cautas palabras. La reacción de dicho caballero a mi respuesta fue como la que tuvo una de aquellas apretadas damas que después de oír las pertinentes impertinencias de Mr. Pickwick alusivas a sus finos modales, se levantó enfurruñada de la mesa del salón donde tomaban té con pastas y se marchó sin despedirse, no sin dejar de hacer ostensibles y ridículos gestos que dejaban bien a las claras que estaba muy ofendida. Mi amigo se quedó pasmado, pero el pasmo le duró lo que cuesta tomarse dos vinos y echarse unas risas a la salud del apretado y encopetado indignado señor que había puesto pies en polvorosa.

Pido disculpas por enrollarme tanto y contar este episodio a modo de abuelo Cebolleta, pero no he podido reprimirme. Probablemente la historia no sea cierta y obedezca a mi manía de inventármelas, o quizá no. En fin, así está el patio, embargado en algunas ocasiones, como bien dices, por una retórica vanguardista, yo diría que un mal asimilado vanguardismo y, en la mayoría de las ocasiones, acompañado por un epifánico desconcierto, o en el caso que he contado, además, como precisamente se cita en “Los ángeles rebeldes” y decía Schiller: “Contra la estupidez, hasta los dioses luchan en vano.”

Si me permites Ceci, me uno a tu recomendación: lean, lean a Robertson Davies, disfruten de su literatura y dejen de lado, aunque sea por unos días, las apreturas y corsés. Y añado: por favor, recuerden, nunca olviden ni dejen de lado aquellas primeras lecturas.

Aprovecho para hacer una recomendación, otra más, de la excelente editorial Los libros del Asteroide: “Las grandes familias”, de Maurice Duron. Se trata de otra trilogía de la que este título es su primer volumen. Leí la primera entrega hace mucho tiempo en una edición argentina que no era mía y que, por tanto, no conservo. Tengo un gran recuerdo. Espero ahora con gran interés la publicación de las tres partes para ver si se confirma aquel buen sabor que me dejó su lectura.

Un abrazo.

CEci dijo...

No te disculpes, Lentitud. Aquí puedes escribir todo lo que quieras, sobre todo, con una anécdota como la que traes, inventada o no -para nosotros, eso es irrelevante-.
No comulgo con tanto nuevo "genio" que insiste en ofrecer pólvora mojada, que juega a epatar con meros artificios formales, que retuerce y hasta violenta la lengua sin que haya nada detrás y, lo que es peor, sin que nadie se atreva a gritar de una vez aquello de "el emperador está desnudo". Tú hiciste bien en gritarlo. Si apreciar el talento para contar una buena historia, con su principio, nudo y desenlace, supone ser "regresivo reaccionario" -que, por cierto, es una redundancia-, entonces yo también lo soy.
Y sí, Robertson Davies, pese a toda su erudición, es de lectura sorprendentemente ágil y compulsiva; como las de la infancia.
Tomo nota de "las grandes familias" de Duron. Había leído una mala crítica que ni siquiera merecía ese nombre y se descalificaba a sí misma diciendo algo así como que su escaso peso se debía a la escasa altura moral de sus protagonistas. ¡Toma ya! Ese sí que es un criterio...
En fin, estoy más cáustica de lo normal hoy...
Un abrazo, Lentitud.
P.S. Disfruta de Lo que arraiga en el hueso y La lira de Orfeo. Sé que lo harás

Oscar Pons dijo...

Hola CEci:

Después de leer este último libro de la Trilogía de Cornish, me quedo con 'Ángeles rebeldes'. La lira me ma parecido divertida y erudita. Me alegró mucho volver a reencontrarme con los Dancourt y compañía. ¡Menudas conversaciones durante comidas y cenas! Maravillosas. Al igual que toda la contrucción de la ópera. Te das cuenta de la cantidad de cosas que sabía Davies. El pero, pues que me pareció un poco larga.

Sin duda, hay que leer a Robertson Davies.

Saludos,
Oscar.

CEci dijo...

Hola, Óscar:

Totalmente de acuerdo contigo o casi. "Ángeles rebeldes" es probablemente superior a los otros dos volúmenes de la trilogía y, sí, todo Davies es maravilloso y hay que leerlo -últimamente lo regalo a diestro y siniestro, de hecho-. Pero precisamente por eso no creo que su "Lira de Orfeo" sea demasiado larga. Yo habría querido que el mundo de Cornish no se terminara nunca...

¡Saludos!