martes, 24 de febrero de 2009

LA VIRGEN EN EL JARDÍN (A. S. BYATT)

Hablaba por aquí hace ya un par de semanas de Lo que arraiga en el hueso de Robertson Davies como un ejemplo de novela en apariencia intelectual pero de hecho llena de vida y energía, de alma. Pues bien, he dedicado el cada vez menor tiempo libre de estas últimas semanas a leer La virgen en el jardín de A. S. Byatt y el contraste no puede ser mayor. Es cierto que, como Davies, se sirve Byatt para la construcción de la trama de abundantes ingredientes eruditos, pero hasta ahí alcanza la semejanza. Donde aquel divertía y conmovía, sorprendía y encantaba, esta aburre y cansa, deja indiferente. Pero mejor vayamos por partes.

La novela comprende unos pocos meses anteriores y posteriores a la coronación de Isabel II en el verano de 1953. Para celebrar tal ocasión un filántropo de Yorkshire ha decidido patrocinar la representación de una rancia y anacrónica obra teatral en verso de Alexander Wedderburn, dedicada a otra Isabel, Isabel I. Tiene un papel destacado en el elenco la insufrible Frederica Potter, adolescente sabihonda, brillante y obstinada, enamorada del mencionado Alexander, que también es objeto de los desvelos de la mayor de las Potter, Stephanie, que sorprendentemente y para la terrible cólera de su padre, el temible Bill Potter, acepta la proposición de matrimonio de Daniel Orton, un orondo, peculiar -por ateo- y enérgico vicario. El pequeño del clan, Marcus, es un adolescente timorato y huidizo, asmático y debilucho, que merced a su increíble talento matemático y a una peculiar capacidad de comprensión espacial, se convierte en el conejillo de indias de un experimento entre físico, místico y alquímico de un desquiciado profesor de física, Lucas Simmonds, de tendencias homosexuales soterradas.

Esta es básicamente la trama que ocupa las excesivas 642 páginas de
La Virgen en el jardín. ¿Y por el medio? Mucho teatro isabelino y pentámetro yámbico, mucho Shakespeare, Spenser, Donne y T. H. Lawrence, algo de Ovidio, Racine y Coleridge, mucha música de las esferas, muchos haces de luces convergentes y campos magnéticos de fuerzas ancestrales en el patio de la escuela.

Y hete aquí que lo que en Davies serviría a la trama y encajaría en ella como la maquinaria de un reloj suizo, aquí chirría y no consigue hacer despegar sino que más bien lastra una historia que tras más de 200 páginas aún no se sabe muy bien hacia dónde va; lo que no impide que el lector adivine a distancia cuál será el final de cada uno de los personajes de esta historia. Pues Alexander, Frederica, Stephanie & co. muy bien podrían haber protagonizado una de esas novelas de ambiente académico de David Lodge o, por qué no, de Zadie Smith, en las que el héroe fracasa una y otra vez para deleite de todos, que sabemos que acabará triunfando de una manera insospechada para él.

Por desgracia para ellos, les ha tocado protagonizar, en cambio, la novela de Byatt que, ante todo, se resiente de su exagerada extensión, un exceso de pretensiones y una falta de humor sorprendente para ser inglesa. Así que... pasemos a otra cosa.




lunes, 9 de febrero de 2009

LO QUE ARRAIGA EN EL HUESO (ROBERTSON DAVIES)

"¿Qué se va a vender? ¿Una gran obra del pasado? ¿Se deseaba por sí misma una obra verdaderamente hermosa o por el valor adquirido que le daba el paso de cuatro siglos?"
Lo que arraiga en el hueso
Robertson Davies

Hablábamos por aquí la semana pasada de la gastada y bizantina querella entre antiguos y modernos, con la que, por cierto, inicia W. H. Auden su magnífico ensayo "Los griegos y nosotros", incluido en Prólogos y epílogos (Península 2003), que ningún estudiante de Humanidades ni tecnócrata fariseo debería perderse. Hablábamos de la querella entre antiguos y modernos, digo, y casualmente dicha querella ocupa no pocas páginas de la recién publicada Lo que arraiga en el hueso de Robertson Davies (Libros del Asteroide, 2009), segunda entrega de la Trilogía de Cornish. La oposición antiguo frente a moderno, clásico frente a contemporáneo, no se aplica aquí, sin embargo, a la letra escrita, sino a la pintura. Y el enfrentamiento no se produce en el ámbito público y académico -al menos, no hasta muy avanzada la novela- sino en el espíritu del talentoso Francis Cornish, que, atormentado por su incapacidad de expresarse en el lenguaje y estilo de su tiempo, las vanguardias del siglo XX, se ve "relegado" a la condición de artesano; eso sí, todo un maestro -y hasta aquí puedo leer...-.

Pero me temo que, para variar, he corrido demasiado. Los lectores de la magnífica y divertidísima Ángeles rebeldes habrán reconocido ya el nombre del protagonista, Francis Cornish, filántropo canadiense recién fallecido al comienzo de la trilogía. Si entonces los tres albaceas luchaban por hacerse con un manuscrito inédito del genial Rabelais, ahora la trama se sitúa unos meses después. El bueno del padre Darcourt ha estado investigando con la intención de escribir la biografía de su amigo Cornish pero nada es lo que ha averiguado sobre su infancia y formación. Y ello supone un grave problema, no sólo por el afán de exhaustividad del bonachón profesor de griego, sino porque, como se insiste a lo largo de toda la novela, "lo que arraiga en el hueso no se desprende de la carne". Y la infancia de Frank Cornish en el remoto pueblo canadiense de Blairlogie (Ontario, Canadá) fue de todo menos convencional. Descuidado por sus padres, fue criado por sus benevolentes abuelos, enviado a las más brutales escuelas rurales, formado por mandato de su padre en el protestantismo pero reconvertido al catolicismo más ferviente por su beata tía abuela Mary Ben, mimado por la cocinera, iniciado en el dibujo por obra y gracia de un embalsamador e impresionado y conmovido por una figura omnipresente, la del "Loco", una figura estrechamente emparentada con el Paul Dempster de la Trilogía de Deptford.

Por cierto que no es este el único vínculo entre Lo que arraiga... y la mentada trilogía. No me refiero aquí al pequeño "cameo" de un viejo conocido, sino a algo más profundo y abstracto, a algo que podríamos llamar el tono. Es cierto que como en Ángeles rebeldes son innumerables los ingredientes eruditos combinados y ensamblados con pasmosa naturalidad en la trama pero es que además la historia y todos y cada uno de sus actores -desde el propio Cornish hasta el último figurante- parecen tener vida propia más allá del negro sobre blanco. Tienen alma. Y ello no es tarea fácil en una novela cuyos narradores son un daimon y el ángel de la biografía, Zadkiel el menor, y que dedica no poco espacio a disputas teológicas, a técnicas de restauración y a tratar, por volver al comienzo, de la frágil frontera entre el arte y la artesanía por un lado y el engaño por otro, de las veleidades de las modas y la crítica, la honraded y falsedad de los artistas y el farisaísmo de los políticos; en una novela que a primera vista podría parecer intelectual. Todo ello lo riega Robertson Davies con abundante ironía -ironía sin más e ironía dramática- para obtener como resultado una novela clásica en su construcción y brillante en su ejecución, todo un Clásico; otro más que añadir en el haber de Robertson Davies.
Así que ya saben... lean, lean.