sábado, 31 de enero de 2009

A PROPÓSITO DE LECTURAS DE MÍ MISMO DEL MAESTRO ROTH

Hoy he escrito para refutar una vez más la tan bárbara generalización de que muy poco o incluso ¡nada! de lo escrito a partir de 1900 merece ser leído, que en los últimos meses he escuchado en distintos y sorprendentes lugares. He escrito a propósito de la reciente muerte de Updike, de las anteriores de Bellow y Vonnegut y del genio que con ellos se va perdiendo. Lo he hecho porque frente a los que afirman la vacuidad del siglo XX en lo que a las Letras se refiere, es mucho lo que podría decir de las incontables horas que en la última década he dedicado a leer a Baroja, Borges, Chesterton, Kipling, Céline, Stefan Zweig, Thomas Mann, Virginia Woolf, Evelyn Waugh, Nancy Mitford, Henry James, Glenway Wescott, Scott Fitgerald, Mary McCarthy, Carson McCullers, Flannery O’Connor, Truman Capote, Robertson Davies, J. D. Salinger, Saul Bellow, Philip Roth, Kurt Vonnegut, John Updike, DonDeLillo, Richard Ford o, por qué no, Crowley, Chabon, Lethem, McEwan o Ishiguro, entre otros. He escrito que ese tiempo no ha sido vacuo, ni banal, ni vulgar, ni aburrido, sino al revés... y he añadido una nómina extensísima de adjetivos del espectro contrario. Pero luego he releído lo que he escrito y me ha parecido obvio y pretencioso. Y he considerado más oportuno darle la palabra al Señor Roth, para que lo diga tan bien y tan claro como él sabe hacerlo y, de hecho, lo hace en sus Lecturas de mí mismo, que Vds. no deberían perderse. Así que... que hable el Maestro:

“Mire, el arte también es vida. La soledad es vida, la meditación es vida, el fingimiento es vida, la suposición es vida, la contemplación es vida, el lenguaje es vida. ¿Hay menos vida en dar vueltas a las frases que en fabricar automóviles? ¿Hay menos vida en leer Al faro que en ordeñar una vaca o lanzar una granada de mano? El aislamiento de una vocación literaria, el aislamiento que supone mucho más que sentarse a solas en una habitación durante la mayor parte de tu existencia consciente, tiene tanto que ver con la vida como la acumulación de sensaciones, o de empresas multinacionales ahí fuera, en el enorme tumulto. Me parece que en gran medida gracias al arte tengo una posibilidad de ir por lo menos al meollo de mi propia vida.”

Lecturas de mí mismo

Philip Roth


domingo, 18 de enero de 2009

EL SITIO DE KRISHNAPUR (J. G. FARRELL)

“Me acuerdo que una tarde en que hacía demasiado calor para trabajar en serio, uno de nuestros jefes, el Dr. Klee, nos dijo que había una lengua hablada en la India muy semejante al griego y al latín, al germánico y al ruso. Creímos que era una broma, justificada por el calor, pero cuando vimos cómo se alineaban sobre el encerado negro las formas paralelas de nombres de número, de pronombres y verbos sánscritos, griegos y latinos, nos sentimos en presencia de hechos ante los que nos debíamos inclinar. Todas nuestras ideas sobre Adán, Eva y el Paraíso, sobre la torre de Babel, sobre Sem, Cam y Jafet bailaban en torno a nosotros un baile alocado, en el que participaban Homero, Virgilio y el viejo Eneas. Nuestra tarea fue recoger los fragmentos, construir un nuevo mundo, rehacer sobre nuevas bases la historia de la Humanidad.”

M. Müller, apud J. Mansion, Esquisse d’une Histoire de la Langue Sanscrite, Paris, 1931
Hace ya unos cuantos meses que leí el Esbozo de una historia de la lengua sánscrita de Joseph Mansion (1931) más arriba citado para preparar una de las asignaturas que imparto de manera eventual, el Indio Antiguo. Por cierto que no sé cuánto tiempo más se enseñará esta asignatura en la Universidad de Oviedo -y esto, me temo, vale también para el latín y el griego- vistos los planes del Principado de Asturias y, lo que es peor, de la propia Universidad y su Vicerrectorado de Nuevas Titulaciones para los estudios que no suman más de 25 alumnos por curso -una vez más, ¡“benditos” sean el EEES y el Plan de Bolonia!-. Destaca del interesantísimo tratado de Mansion el tono colonialista que desprenden muchas de sus páginas, plagadas de anécdotas de porteadores indios y expedicionarios ingleses y de colonos que alivian los rigores de la estación seca aventurando innovadoras -y acertadas- teorías sobre el parentesco entre las lenguas clásicas y el sánscrito.

Es en ese mismo ambiente de romántico y elegante, a la par que déspota, voraz y condescendiente colonialismo inglés en el que se ambienta El sitio de Krishnapur de J. G. Farrell (1973), señalada por la crítica como una de las cinco mejores novelas galardonadas con el Booker. Más en concreto, El sitio de Krishnapur se desarrolla en 1856 durante la rebelión de los así llamados cipayos, soldados indígenas del ejército británico. Dicha rebelión estuvo motivada por los reiterados abusos de los británicos para con sus tradiciones religiosas y de casta, las labores de conversión de los misioneros cristianos y la obligación de participar en guerras ajenas a la India. El detonante final, sin embargo, fue la distribución por parte de la Compañía de las Indias Orientales de los nuevos fusiles Enfield. La carga de dichos fusiles obligaba a los cipayos a morder cartuchos engrasados, según se rumoreaba, con grasa de cerdo y vaca. Desde nuestro punto de vista podría parecer una reacción exagerada pero el hinduísmo reposa en la integración en lo religioso de todos los actos de la vida. El contacto de un europeo con una bolsa de arroz, por ejemplo, obligaba al porteador a deshacerse de dicho fardo, ya impuro.


He hablado hasta ahora de cipayos e hindúes, aunque los protagonistas absolutos de la novela de Farrell son los ingleses, que se ven obligados a refugiarse en la Residencia de Krishnapur ante el asedio cipayo. Y entre los ingleses, dos figuras son caracterizadas con especial maestría por Farrell: Mr. Hopkins, el Recaudador, entusiasta del progreso científico y la civilización, y Fleury, joven poeta, romántico y decadente. Ellos son los verdaderos protagonistas de una novela coral donde brillan con luz propia numerosos secundarios como el Padre, empeñado en entender las penalidades del asedio como un castigo divino y, en consecuencia, como prueba de la existencia de Dios; el Dr. Dunstaple, que ha iniciado una campaña contra los novedosos -y hoy sabemos que acertados- métodos del Dr. McNab; sus hijos Harry, oficial aventurero y Louis, bella y recatada; Lucy, que una vez perdida su honra busca un motivo para seguir viviendo; el Magistrado, ateo, cínico y entusiasta de la Frenología y del poder absoluto de la Razón; Hari, el hijo del maharajá, convencido de la superioridad inglesa y algunos más.

Los cipayos, en cambio, no son más que una masa informe -por lo indefinido; no me malinterpreten- y amenazante situada a las puertas de Krishnapur y la excusa narrativa de la que Farrell se sirve para llevar a extremos inconcebibles y un punto de no retorno -o casi- a ese grupo de frívolos, condescendientes, hipócritas y vanidosos, a los que, con todo, no deja de tratar con cariño.

Decía más arriba que El sitio de Krishnapur de Farrell ha sido considerada como uno de los mejores Booker de todos los tiempos y no es de extrañar, no sólo por su innegable calidad, sino porque si algo se puede decir de ella es que, se mire por donde se mire, es a todas luces inglesa. Que ¿cuáles son las cualidades que definen lo que podría llamarse “el estilo inglés”? La elegancia, la fina ironía, el ingenio... y un punto de distancia y frialdad.

sábado, 3 de enero de 2009

LA CENA DE LOS NOTABLES (CONSTANTINO BÉRTOLO)

“El tribuno que no existe, mientras llega al ágora, piensa que con estas condiciones objetivas poco espacio parece quedar para el criterio y las libertades individuales del crítico. Poco, muy poco, pero sin duda el suficiente para que unos pierdan su dignidad y otros la defiendan y mantengan. Y nos recuerda que frente al pesimismo de la razón permanece el non serviam de la voluntad. Se trata de organizarla.”

La cena de los notables

Constantino Bértolo

Pónganse a cubierto, porque vuelan los cuchillos por encima de los manteles del mundillo literario. El primer Qué Leer del 2009 se abre con un artículo de Javier Marías en el que este se explaya sobre los riesgos y represalias que han de arrostrar los escritores a cuenta de aquello que escriben. No da nombres pero no son necesarios. El Babelia de hoy sábado 3 de enero contiene una breve nota de Jordi Gracia dedicada conjuntamente a Una Venus mutilada. La crítica literaria en la España actual de Germán Gullón, que pone de vuelta y media, y a La cena de los notables de Constantino Bértolo, que recomienda tan sólo por comparación con la anterior. “Ya que el ensayo de Gullón es tan malo... habrá que leer el de Bértolo”, se desprende de su crítica. El propio Bértolo no se queda atrás en la referida La cena de los notables, concretamente en el capítulo titulado “La muerte del crítico”, en el que da cuenta del “despido” sufrido en 2004 de parte del Babelia y El País por su amigo Ignacio Echevarría, como consecuencia de la dura crítica que este había hecho de una novela de Atxaga, publicada por Alfaguara -del mismo grupo que El País-.

Pero hemos empezado por el final y La cena de los notables es en realidad un conjunto de interesantes -aunque muchas no las comparta- reflexiones sobre la escritura y, sobre todo, la lectura y la crítica, tres vertientes de un acto, el literario, vertebrado en torno a la noción de responsabilidad. ¿De quién? La responsabilidad de quien escribe, con el tácito acuerdo de la comunidad, sirviéndose de ese patrimonio común que es la lengua de todos; la responsabilidad de quien lee, que ofrece su silencio y su atención a quien escribe; y, por último, la responsabilidad del crítico, convertido ya hoy en publicista, pero que sería en origen el encargado de velar por lo adecuado o beneficioso para la comunidad -no necesariamente desde un punto de vista moral- de la edición de un texto determinado.

Bértolo traza lo que llama una geología de la lectura, en la que cabe hablar de 1. lo textual; 2. lo autobiográfico; 3. lo metaliterario; 4. lo ideológico. En la lectura ideal, cuya posibilidad él mismo se cuestiona, estos cuatro componentes se combinarán con la intensidad adecuada y se evitarán lecturas sesgadas, parciales y, sobre todo, inmaduras, como las que resultan de un exceso de proyección del yo sobre lo leído -la lectura adolescente-.

Digamos para empezar que soy más que escéptica cuando de aplicar tan cartesianas plantillas al arte se trata, pues, mal que nos pese, el arte sí tiene algo de inefable. Por más que racionalicemos e inventariemos los logros artísticos de una obra, si esta de verdad conmueve e impresiona, suele ser en virtud de algo que está más allá de la razón y apela a lo visceral y primario, como el otro día discutíamos por aquí unos cuantos amigos y yo a propósito de En lugar seguro de Stegner -de la que, por cierto, dice Fresán en su reseña para el Qué leer que no sabe muy bien qué decir sin degradar su grandeza-. ¿Por qué digo esto? Porque no veo modo de que el lector calcule la intensidad o atención que debe prestar a cada componente.

Y creo, para seguir, que Bértolo se excede en sus críticas para con la llamada lectura adolescente. Por supuesto que la identificación con lo leído no lo es todo en el disfrute de la obra literaria, pero es muchísimo; casi todo, de hecho. ¿No hemos oído hasta la saciedad que el poder de los clásicos se halla en su vocación de universalidad? ¿Que el bueno de Edipo produce tanta empatía en el lector o espectador de hoy en día como lo debió hacer en el del siglo V a. C? ¿Y qué es la empatía sino una forma de identificación? ¿Por qué renunciar a uno de los mayores placeres que la literatura puede proporcionar?

Tampoco considero mucho más útil que su geología de la lectura la conclusión a la que llega respecto al tan traído y llevado pacto de ficción. Por supuesto que el pacto de ficción no consiste en la suspensión absoluta del juicio -¿alguien lo ha definido así alguna vez?-. Se trata de leer, no de dormir, por favor. Pero tampoco creo que, como él señala, se trate de recordar que lo que se lee es ficción. No sé... ¿por qué romper el hechizo? Más bien se trata, según creo, de que por el mismo hecho de estar contenida entre las páginas de un libro que se nos presenta como novela, damos por buena, por ejemplo, la contagiosa ceguera blanca de Saramago, aunque fuera de las tapas del Ensayo sobre la ceguera la sepamos -¡y esperemos que así sea!- imposible desde el punto de vista biológico. Como el mismo Bértolo señala posteriormente, se trata de adaptar el juicio al contexto literario en que debe actuar. Eso sí.

Y ya que hablamos de ejemplos, tampoco creo que la génesis de la narración se halle en la necesidad de ejemplificar lo que se quiere dar a conocer. La narración, la buena al menos, parte de lo concreto. Así lo defendieron, entre otros, C. S. Lewis y el recientemente fallecido Harold Pinter, por más que luego sus obras se prestaran fácilmente a interpretaciones simbólicas. La postura de Bértolo supone que los autores parten de abstracciones que intentan actualizar posteriormente. En mi opinión, en cambio, de tal génesis lo que surgen son pesadas alegorías de azucarada moralina. Y el ejemplo que a Bértolo se le ocurre no es otro que Don Juan Manuel y su colección de exempla, El Conde Lucanor. Representativo, ¿no?

He utilizado más arriba la expresión “un libro que se nos presenta como novela”. ¿Qué es lo que convierte en novela a un texto? Según creía yo hasta ahora, la adecuación a unos moldes concretos, a unos criterios preestablecidos y consolidados por la tradición previa. Para Bértolo, en cambio, un texto no se convierte en novela hasta que su autor no firma un contrato editorial para su publicación. Aquí mismo pueden leerlo:

“¿Qué ha pasado a partir de este momento? Pues que Fulanito de Tal se ha convertido -y no por un acto de magia- en productor de novelas, mientras que Fulanito de Cual permanece como simple productor de textos.”

Podría decirse quizás que por el hecho de que el texto de Fulanito de Tal va a ser publicado y leído por otros dicho texto puede considerarse literario -siempre que haya nacido con voluntad estética, claro-, puesto que el lector es un actor imprescindible del acto literario, pero el texto era novela tanto antes como después de la firma con la editorial. Y la novela, por cierto, sigue siendo un texto, a saber, una producción lingüística fijada.

Y ya para terminar, diré que así como Bértolo se ha esforzado en describir al lector ideal y ha dicho que su responsabilidad consiste en prestar su silencio e interés a lo que el autor le ofrece, en mi opinión la responsabilidad última del lector es la de ser crítico con lo que lee. El buen lector ha de ser también crítico. De hecho, no creo que la figura del crítico hubiera debido comparecer en pie de igualdad con la del autor y el lector en este ensayo. ¿Qué diferencia a los críticos de muchos otros lectores anónimos, tan preparados como ellos -a veces mejor- para juzgar un texto? Tan sólo el megáfono que los medios les conceden. Y la blogosfera está en condiciones de alterar tal estado de cosas, no del todo, pero sí en parte. De hecho, no descubro nada nuevo al decir que ya hay muchos lectores que para informarse sobre posibles lecturas recurren a “esta región ocultamente furibunda” -y me refiero, por supuesto, a blogs y foros culturales en general- antes que a los suplementos y revistas literarias al uso. Por más que le pese a Javier Marías.