viernes, 18 de julio de 2008

INTERREGNO...


Una vez acabada por fin la relectura de la Trilogía de Auschwitz de Primo Levi, hemos iniciado por aquí una de nuestras magnas empresas estivales, la lectura de El fantasma de Harlot de Norman Mailer. Dada su extensión, por lo que llevo leído comparable a su calidad, es más que probable que me prodigue algo menos por estos lares. Les dejo entretanto una lúcida definición de la lectura entresacada de ese divertimento inteligente, frívolo y sofisticado que ha resultado ser Una lectora nada común de Alan Bennett y aprovecho para desearles hasta mi próxima aparición un más que feliz verano:

“Desde luego –dijo la reina-, pero aleccionar no es leer. De hecho, es la antítesis de la lectura. Aleccionar es sucinto, concreto y pertinente. Leer es desordenado, disperso y siempre incitante. El aleccionamiento cierra un tema, la lectura lo abre.”

Una lectora nada común, Alan Bennett.

miércoles, 9 de julio de 2008

EL MUNDO SUMERGIDO (J. G. BALLARD)

“Observan este río fluyendo suavemente. Oyen el susurro de las hojas, movidas por el viento. Oyen los pájaros. Oyen las ramas de árbol. En la distancia oyen una vaca. Perciben la hierba. El barro cede un poco en la ribera del río. Reina el silencio, la paz. Y de pronto, algo cambia en su interior. Es como respirar profundamente y decir: “¡Oh, sí! Lo había olvidado.”

Al Gore, Una verdad incómoda

Nos desayunamos estos días con la noticia de la ruptura en pleno invierno austral del glacial Perito Moreno (Patagonia) y con el alarmante pronóstico de la licuefacción de los hielos antárticos en un verano próximo, mientras los líderes del G8 plantan un escuálido arbolito y se comprometen a reducir las emisiones de CO2 a la atmósfera para el año...¡2050! No parece que dicho compromiso vaya a servir de mucho cuando la triste realidad es que, en palabras del simpar Kurt Vonnegut, “la partida está demasiado avanzada” y “en menos de 200 años hemos acabado con nuestro planeta gracias a nuestra euforia termodinámica por los combustibles fósiles”; en otras palabras, y siguiendo con Vonnegut, que “ya tenemos baile de fin de curso”. El genio de Indianápolis, fallecido hace poco más de un año, ya no escuchará el tristemente anunciado “se acabó” de la Tierra pero es más que probable que muchos asistamos a significativas y extremas transformaciones de nuestro hábitat.

Ya en 1962 imaginó J(ames) G(raham) Ballard en El mundo sumergido, su primera novela, la devastación ocasionada por los casquetes polares al derretirse. El panorama es desolador, postapocalíptico. Grandes urbes como Londres han sido sepultadas por mares, pantanos y lagunas, las temperaturas alcanzan los 50º centígrados y la flora y la fauna –el reptil es de nuevo el rey- son exuberantes hasta la agresividad. En ese ambiente hostil intenta sobrevivir el hombre, cuyas conexiones neuronales, cuyas uniones vertebrales, etc. no son sino miliarios, hitos de una lenta evolución milenaria determinada por el ambiente. En consecuencia, y a la inversa, la involución geológica de la Tierra acarrea necesariamente el despertar de arcaicos atavismos del ser humano y las víctimas de esta distopía natural emprenden un “descenso por el tiempo arqueopsíquico”, el camino de regreso... en palabras del Dr. Bodkin y su teoría neurónica, el mayor –enorme- logro, por cierto, de toda la novela:

“No nos dejemos engañar por la brevedad de la vida del individuo. Cada uno de nosotros tiene la edad de todo el reino biológico, y nuestras corrientes sanguíneas son ríos que desembocan en el vasto océano de la memoria de ese reino. La odisea uterina del feto recapitula todo el pasado evolutivo, y su sistema nervioso central es una escala de tiempo cifrada.”

El mundo sumergido, J. G. Ballard

El Dr. Kerans y la Srta. Beatrice Dahl, protagonistas de este Mundo Sumergido, se resisten a la migración y se ven obligados a la adaptación, manifestada en forma de abulia, de nuevos biorritmos que bailan al son de los latidos de un Sol arcaico que se inmiscuye hasta en el mismo sueño. Sin embargo, esta naturaleza tan amada como odiada no es el único elemento hostil, sino que también algunos hombres, como el albino Strangman, tratan de sacar provecho del nuevo orden y de demostrar que sin la ya caduca civilización, sepultada bajo el mismo cieno que viviendas, museos y bibliotecas, el Hombre, como dijo Hobbes, no es sino un lobo para el Hombre.

Lástima que todo ello se vea lastrado por la morosidad de la prosa.


sábado, 5 de julio de 2008

VOLVER A NARNIA


En una de mis escenas favoritas de Tierras de penumbra (Richard Attenborough, 1992) C. S. “Jack” Lewis defiende ante una pinta de cerveza la sencillez e inocencia de El león, la bruja y el armario frente a sus incrédulos y escépticos colegas, incapaces de asumir que un académico “desperdicie” su tiempo en una historia que se puede calificar de simple cuento de hadas y empeñados en hallar metáforas imposibles y segundas o terceras lecturas; emperrados, en suma, en buscarle cinco pies al gato. Con su saga de Narnia, nacida de la imagen de un fauno –el futuro Mr. Tumnus, para más señas- merendando un bocadillo de sardinas ante una acogedora fogata, Lewis, aun sin pretenderlo, reivindica la pureza, autenticidad, intensidad... la concreción, si cabe, de aquellas primeras lecturas que todos –o casi todos- hicimos en la cama a la luz de la lámpara de la mesita, en horas ganadas al sueño bajo el lema de “unas líneas más, un capítulo más.” Las brujas de Roald Dahl, El Dr. Doolitle de Hugh Lofting, Tom Sawyer de Mark Twain, las aventuras de Jim Botón y Lucas el maquinista de Michael Ende, Tintín y el templo del sol... son sólo algunos de los títulos que ahora me vienen a la mente; y, claro, un librito de Alfaguara sacado de la biblioteca del colegio, aislado de contexto –son muchas las sagas que he leído comenzando in medias res o por el final- y titulado El príncipe Caspio –que no Caspian, como en las reediciones posteriores-.

Los años pasan, los gustos se refinan y aumentan las exigencias para con lo leído. Ganamos en este proceso de madurez nuevas satisfacciones, de tipo racional e intelectual –aunque particularmente sigo sin ser muy dada a sesudas y rebuscadas interpretaciones- pero a un precio. Algo se pierde por el camino... frescura, como mínimo. Es por eso por lo que de vez en cuando me doy a la llamada “literatura infantil y juvenil”, la de entonces –he recuperado en los últimos años al gran Dahl, a Michael Ende, a Pat O’Shea y sus Perros de la Morrigan y al propio C. S. Lewis- y la de ahora –Jostein Gaarder, Cornelia Funke y... sí, Harry Potter, con sus no pocos defectos, muy divertido-, porque me devuelven a los años en que la lectura era pura evasión y diversión, porque como dijo Harold Bloom de las Grandes Esperanzas de Dickens o Carson McCullers de las Memorias de África de Karen Blixen, me devuelven a casa –salvando las enormes distancias, por supuesto-.

En estos últimos días, en que intento reconciliarme con valores como la honradez y la importancia del talento y el trabajo frente a la venalidad y el nepotismo, me he dedicado a releer El príncipe Caspio de Lewis y, aunque no llega ni de lejos a la altura de la entrega inaugural de la saga –El león, la bruja y el armario- no es poco lo que me he distraído y divertido. Ofrece aquello que un ya adulto Douglas Gresham, hijastro del autor, promete en su sentido y conmovedor prólogo:

“Cuando leas las crónicas de Narnia, deja que te trasladen también a ti a un lugar que conozcas bien y guárdalo en tu mente. Habrá momentos en los que necesitarás regresar a tu Narnia particular en busca de la amabilidad y el consuelo de ese mundo mágico; cuando lo hagas, encontrarás a Aslan esperándote.”

Discúlpenseme, por favor, las efusiones lírico-nostálgicas, pero son éstos tiempos de balance.

jueves, 3 de julio de 2008

LOS ESCLAVOS DE LA SOLEDAD (PATRICK HAMILTON) O DE LA OTRA GUERRA

“La guerra, que había empezado imponiendo exigencias dramáticas y drásticas, que había asaltado a la gente con estilo grandilocuente, como un salteador de caminos, había evolucionado hasta transformarse en un ratero de poca monta, que se dedicaba a sisar a todas horas, en todas partes. Uno nunca sabía en qué punto del proceso se encontraba, y no podía mirar a su alrededor sin descubrir que algo más había desaparecido o estaba a punto de desaparecer.”

Los esclavos de la soledad

Patrick Hamilton

Mientras con un nudo en la garganta releo el testimonio tan personal que Primo Levi dio de la Shoah en su Trilogía de Auschwitz, termino también estos días Los esclavos de la soledad de Patrick Hamilton (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2008). Al igual que Si esto es un hombre de Levi, la novela de Hamilton transcurre entre 1943 y 1944, en plena II Guerra Mundial. Ambos textos coinciden, pues, en el momento histórico, que no en el escenario, ni en la experiencia de la guerra que transmiten. Pues los sufridos personajes de Hamilton –que también lo son, y mucho- habitan un anodino pueblecito de las afueras londinenses y sus preocupaciones más habituales no van más allá de los tropezones o caídas que pueda ocasionar el blackout, de los esfuerzos por estirar la margarina durante toda la semana, y, es verdad, de cierto miedo a los bombardeos de la metrópoli, aunque lo peor de la ofensiva alemana sobre Londres aún está por llegar al cierre de la novela.

Sin embargo, el relato de Hamilton poco o nada tiene que ver con el Londres glamouroso de subterráneos refugios antiaéreos, de eficaces agencias de inteligencia, de industriosas enfermeras de la Cruz Roja, de los que la literatura y el cine se han servido durante décadas para terminar forjando en el imaginario colectivo una imagen de la Guerra poco menos que romántica. No, la Guerra de Hamilton se halla casi tan lejos de la de Primo Levi como de la de Retorno a Brideshead de Evelyn Waugh, la de A la caza del amor de la Mitford, la de Graham Greene, o -por qué no, y más recientemente- la de Cuando fuimos huérfanos de Kazuo Ishiguro, Expiación de Ian McEwan o Sin respiro de William Boyd.

No hay rastro alguno de romanticismo ni de heroísmo en Los esclavos de la soledad, que retrata una guerra de resistencia en la que el principal enemigo no son el nazismo ni su barbarie, sino la mezquindad, la ruindad, la crueldad, el egoísmo, la cobardía... de los huéspedes de una vulgar pensión de Thames Lockdon: Rosamund Tea Rooms. A ella ha ido a parar la Señorita Roach, antigua maestra de escuela, próxima a la cuarentena, valiente y honestamente resignada a una más que segura soltería y que, para su desgracia, se ha convertido en el blanco del burlón y despiadado acoso del repugnante señor Thwaites y la intrigante alemana Vicki, así como de los veleidosos devaneos del Teniente Pike.

La magnífica novela de Hamilton no retrata, pues, una Segunda Guerra Mundial al uso, pero sus páginas están preñadas de dolor, crudeza y amargura, los que destilan las sórdidas vidas echadas a perder –quizá no del todo aún- de Los esclavos de la soledad.